El Greco en la poesía
(Notas en el cuarto centenario de su muerte)
Lorenzo Martín del Burgo
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ean cuales fueran las suspicacias que despertase la pintura del Greco, pudiéramos decir que desde el principio tuvo a su favor a los poetas. “Pintor famoso que celebraram todos os poetas deste seculo”, lo califica el hispano-portugués Francisco Manuel de Melo. Y, aunque se ha dicho que Melo exageraba, generalizando los testimonios de Paravicino y de Góngora, éstos son tan contundentes que bastarían para justificarlo. “Ningún otro artista de su época o de los años posteriores, ni siquiera Velázquez –nos recuerda Gregorio Marañón–, lograron una consagración parecida.”
A Fray Hortensio Félix de Paravicino le dedicó el Greco uno de sus más grandes retratos. “No será justo omitir el célebre retrato, por tantos títulos recomendable, que hizo el Griego de aquel peregrino ingenio, ornamento de su sagrada religión de la Santísima Trinidad y honor de su siglo, el Padre Maestro Fray Félix Hortensio Palavicino, que es cosa eminente y para hoy en poder del excelentísimo señor duque de Arcos…”, dice Palomino. Cuadro que Manuel Bartolomé Cossío, grequista máximo, redescubrió en casa de don Francisco Javier de Muguiro, y que para hoy en el Museo de Boston. Y cuadro al que Fray Hortensio dedica a su vez uno de los cuatro sonetos que consagra a la obra del Greco.
En efecto, cuatro son los sonetos de Paravicino en loor del Greco: “Al túmulo que hizo el Griego en Toledo para las honras de la Reyna Margarita, que fué de piedra”, “Al mismo Griego en un retrato que hizo del autor”, “A un rayo que entró en el aposento de un pintor”, y “Al túmulo deste mismo pintor, que era el Griego de Toledo”. Aunque los cuatro son buenos, los más interesantes son el segundo y el cuarto. El dedicado al retrato a que antes hacíamos referencia empieza: “Divino Griego, de tu obrar, no admira / que en la imagen exceda al ser el arte”. El retrato tiene tanta vida que el retratado duda dónde ha de vivir su alma en lo sucesivo, si en el cuerpo creado por Dios o en el pintado por el Greco: “Y contra veinte y nueve años de trato, / entre tu mano, y la de Dios, perpleja, / quál es el cuerpo en que ha de vivir duda”. Teniendo en cuenta que Paravicino nació en 1580, y que tenía veintinueve, según él mismo nos confiesa, cuando lo pintó el Greco, hay que fechar el cuadro en 1609, es decir, cinco años antes de la muerte del pintor.
El dedicado al túmulo del pintor es para nuestro gusto el mejor de todos: “Del Griego aquí lo que encerrarse pudo / yaze, piedad lo esconde, fee lo sella”. Y concluye rotundamente: “Creta le dió la vida, y los pinceles / Toledo, mejor patria, donde empieça / a lograr con la muerte, eternidades”. Este verso final de alguna manera parece anunciar el primero del soneto de Mallarmé a la muerte de Poe: “Tel qu’en Lui même enfin l’éternité le change”.
Ese excelente soneto sólo podía ser superado por el genio de Góngora. Su “Inscripción para el sepulcro de Domínico Greco”, que comienza “Este en forma elegante, oh peregrino”, es calificado por Dámaso Alonso de “magnífico soneto funeral barroco, y testimonio de la admiración que al mayor pintor del barroquismo profesó su mayor poeta”. El primer terceto reza: “Yace el Griego. Heredó Naturaleza / Arte; y el Arte, estudio. Iris, colores. / Febo, luces –si no sombras, Morfeo.” Que Salcedo Coronel interpreta como: “… le heredó, por su muerte, la Naturaleza, para sacar más perfectas sus obras; y el Arte heredó estudio para perficionarse; y sus colores el Iris, para mayor adorno suyo; las luces Febo para resplandecer más; y Morfeo, sombras con que manifestar sus horrores”.
En fin, como decía Marañón, ningún otro artista logró una consagración semejante a la lograda por el Greco con los sonetos de Paravicino y Góngora. Ni siquiera Velázquez. Y recordemos que Velázquez dedicó uno de sus grandes retratos precisamente a Góngora. Ese retrato magistral estupendamente descrito por Ortega como “una cabeza maravillosa de gran intelectual resentido, mala persona, como tantos ilustres poetas”. Pero Góngora no le devolvió el gesto a Velázquez, no hizo, como Paravicino con el Greco, ningún elogio del retrato que le había hecho Velázquez. Dedicó su excelsa palabra para encomiar al griego, no al sevillano.
Pero después el Greco parece entrar en el limbo. Lo envuelve una fama dudosa. De la que es buena muestra la opinión de Palomino, de que “del Griego podemos decir, que lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor, y lo que hizo mal, ninguno lo hizo peor”. Escritores y poetas en el neoclasicismo le vuelven la espalda. Y habrá que esperar al romanticismo para que empiece su revalorización. El maestro Azorín en un artículo publicado con motivo del tricentenario, recogido en Clásicos y modernos (1913), ha señalado los pasos de esta revalorización. En la que, como es bien sabido, El Greco de Manuel B. Cossío (1908), marca un antes y un después en los estudios grequistas. De 1912 es el ensayo entusiasta de Maurice Barrès, El Greco o El secreto de Toledo. El libro de Barrès lo traduce Alberto Insúa para Renacimiento en 1914. A Barrès le hará uno de sus grandes retratos Ignacio Zuloaga, precisamente con la ciudad de Toledo al fondo y llevando en la mano su libro sobre el Greco. Y Zuloaga será fundamental en el descubrimiento del Greco por Rilke. Pero no nos adelantemos.
El libro de Barrès es significativo. El interés por el Greco irá ligado al interés por Toledo. Ya antes Pío Baroja, en Camino de perfección (1902), se había adelantado en este doble interés. Y, antes todavía, Galdós en su Ángel Guerra (1890-1891). Pero ¿y los poetas? ¿Qué interés muestran los poetas contemporáneos del 98 y del modernismo por el Greco? De 1910 es el libro de sonetos Reliquiasde Antonio Zayas, en el que encontramos un “Retrato del Greco”, en el que se describe a un “hidalgo cejijunto y seco”, pintado por el Greco “en el año de mil quinientos once”, error cronológico que se suma a la mediocridad del poema. El soneto de Zayas es superado un año después por Manuel Machado en Apolo (teatro pictórico) (1911), uno de cuyos sonetos está dedicado a uno de los retratos más famosos del Greco, precisamente a “El caballero de la mano al pecho”: “Este desconocido es un cristiano / de serio porte y negra vestidura, / donde brilla no más la empuñadura / de su admirable estoque toledano”. Seguramente este soneto sea la mejor poesía consagrada al Greco en la época del modernismo.
Encontramos una breve alusión al Greco en un poema del libro de Oliverio Girondo Calcomanías (1925), precisamente, como no podía ser menos, en el titulado “Toledo”: “Perros que se pasean de golilla / con los ojos pintados por el Greco”. Ya decíamos que el interés por el Greco y por Toledo se confunden. De lo que son buena muestra los poemas 417, 417 a, y 1596 del Cancionero de Unamuno (de 1928 el primero y 1932 los otros dos). En el 417, titulado asimismo “Toledo”, leemos: “Sueña con nebredas de ánimas / en los barrancos del cielo / al claror de los relámpagos / que, Josué, detuvo el Greco”, versos en los que parece haber un eco del cuadro Vista de Toledo o Toledo bajo la tempestad.
De 1935 es la primera edición de la biografía de Ramón Gómez de la Serna El Greco (el visionario iluminado), repleta, como toda la prosa de Gómez de la Serna, de vislumbres y destellos poéticos, junto a sus habituales prolijas reiteraciones. Pero cualquier pega que pudiera ponérsele queda de todo punto compensada por el estupendo “Segundo epílogo en 1940. Cena con el Greco”, que por sí solo justifica el libro entero.
Tres poetas del 27, Alberti, Guillén y Cernuda, dedicaron sendos poemas al Greco. Ya en el poema inicial, “1917”, de A la pintura (1953), en su parte 3 dedicada al Museo del Prado, alude Alberti “al castigado fantasmal verdiseco / de la muerte y la vida subterráneas del Greco”; pero más adelante le dedica íntegramente un poema, el 27, “El Greco”, que sigue precisamente al XXVI, dedicado Al color. Recordemos que, cuando en 1611 lo visita Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, le pregunta qué es más difícil en la pintura, el dibujo o el colorido, a lo que el Greco responde que el colorido. “¡Oh purgatorio del color, castigo, / desbocado castigo de la línea, / descoyuntado laberinto, etérea / cueva de misteriosos bellos feos, / de horribles hermosísimos, penando / sobre una eternidad siempre asombrada!”, concluye Alberti su poema.
El poema de Guillén forma parte de Homenaje (1949-1966), concretamente de la parte 6, Fin, y dentro de ésta, de Convivencia. Se titula también, como el de Alberti, “El Greco”, pero igualmente podría titularse “Toledo”. “La peñascosa pesadumbre estable / ni se derrumba ni se precipita, / y dando a tanto siglo eterna cita / yergue con altivez hisopo y sable. / ¡Toledo! / … / Está allí Theotocópulos cretense, / de sus visiones lúcido amanuense, / que a toda la ciudad presenta en vilo, / toda tensión de espada / flamígera, relámpago muy largo: / Alumbra, no da miedo. / ¡Toledo! / …” Como vemos, también aquí pintor y ciudad constituyen el haz y envés de una misma moneda.
Encontramos el poema de Cernuda en su libro Con las horas contadas (1950-1956). Es el “Retrato de poeta (Fray H. F. Paravicino, por el Greco)”, y está dedicado a otro pintor “A Ramón Gaya”. Cernuda dedica, pues, su poema al cuadro con el que abríamos estas notas, que contempla donde ahora se halla, como decíamos, en el Museo de Boston. Precisamente el poema se abre con una alusión a este encontrarse el cuadro en el extranjero, es decir, de alguna manera, en el exilio, como el propio Cernuda: “¿También tú aquí, hermano, amigo, / maestro, en este limbo? ¿Quién te trajo, / locura de los nuestros, que es la nuestra, / como a mí? ¿O codicia, vendiendo el patrimonio / no ganado, sino heredado, de aquellos que no saben / quererlo?” El poema es un largo monólogo del autor, que se dirige al retratado, con el que trata de establecer una improbable relación de fraternidad, basada, aparte del hecho del exilio, en el culto a la palabra del que ambos participan: “Esa palabra, de la cual tú conoces, / por el verso y la plática, su poder y su hechizo”. Pero esa relación fraterna no llegará a realizarse, pues “tan caídos estamos que ni la fe nos queda. / Me miras, y tus labios, con pausa reflexiva / devoran silenciosos las palabras amargas”. Por eso el poema concluirá: “Tú viviste tu día, / y en él, con otra vida que el pintor te infunde, / existes hoy. Yo ¿estoy viviendo el mío? // ¿Yo? El instrumento dulce y animado, / un eco aquí de las tristezas nuestras”. El cuadro del Greco, el retrato de Paravicino, funciona así más como un espejo en el que el poeta monologante se ve reflejado, que como un auténtico retrato de otro personaje. Es decir, que, a fin de cuentas, el cuadro del Greco es un mero pretexto para que Cernuda se explaye hablando de sí mismo, sin pretender nunca en ningún momento comprender ni la realidad del pintor ni la del retratado.
Parecería que podríamos dar por concluidos estos comentarios con el poema de Cernuda, dedicado precisamente al retrato de Paravicino con el que los abríamos; pero estas notas (que, por supuesto, no pretenden ser exhaustivas) quedarían de todo punto incompletas si no dedicásemos al menos unos momentos a señalar la influencia del Greco en Rilke a que antes aludíamos.
Rilke debe a Zuloaga el descubrimiento del Greco. En el estudio de París de Ignacio Zuloaga contempla los primeros grecos. Jaime Ferreiro Alemparte, nuestro rilkista máximo, en su imprescindibleEspaña en Rilke (1966), nos ha descrito lo que supuso para el poeta este descubrimiento: “Rilke se suma a esta ola general de entusiasmo por la pintura del cretense. Con el tiempo, el Greco le va a ayudar a descubrir y profundizar los estratos más ocultos de su alma. Como veremos, el Greco le ayudó a plasmar poéticamente su famosa angelología. La frase lapidaria de la Segunda Elegía sobre los ángeles, como “casi mortíferos pájaros del alma”, está arrancada, sin duda, de los ángeles del Greco. En septiembre de 1911 pasa unos días en Munich y lo más importante para él son los cuadros del Greco de la Pinacoteca. “Los grecos que ahora he visto en Munich una y otra vez, que he arrostrado, vivido”, escribirá. Un año después está preparándose para su viaje a España y aguarda con impaciencia la traducción alemana del libro de Cossío. Y un mes antes de su llegada a Toledo (adonde llega el día de Difuntos de 1912) escribe desde Duino: “el Greco es uno de los acontecimientos más grandes de mis últimos dos o tres años. La necesidad de entablar relación estrecha y concienzuda con él se me antoja casi como una misión, un deber profundo e interiormente arraigado”.
No sé si nos damos cuenta de lo que suponen estas declaraciones. Recordemos que Rilke empieza a escribir su obra magna, las Elegías duinesas, en enero de 1912 en Duino, elegías que no concluirá hasta febrero de 1922 en Muzot. Y nos acaba de confesar que en los dos o tres años anteriores a este comienzo de las Elegías el Greco ha sido uno de los acontecimientos fundamentales de su vida. Según Ferreiro Alemparte, una vez llegado Rilke a España, aunque la pintura del Greco seguirá conservando un gran significado para el poeta, pasará sin embargo a un segundo plano frente al paisaje español, habiendo desempeñado un elemento catalizador. Pero la influencia de la pintura del Greco en la génesis de las Elegías parece indudable. Ya veíamos que para Ferreiro la influencia del Greco en la Segunda Elegía resultaba indudable. Pero ¿no podríamos ver esta influencia desde la misma Primera Elegía, desde el mismo comienzo de ésta, desde esa pregunta inicial, que es al mismo tiempo un grito, con que se abren? “¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los órdenes / angélicos?” Estos órdenes angélicos rilkeanos tienen sin duda un componente grequista. Se ha discutido mucho la realidad de estos órdenes, la realidad del ángel en Rilke. Hay quien trata de cristianizar al ángel rilkeano como hay quien, en el extremo opuesto, trata de descristianizarlo. El propio Rilke ha señalado en alguna ocasión el componente musulmán. Y hay quien trata sencillamente de ignorarlo, de negar de plano la realidad de estos órdenes angélicos. Pero reconociendo el carácter sincrético, el sincretismo fundamental de la obra de Rilke, no cabe duda de que uno de los elementos integradores de estos órdenes angélicos es la pintura del Greco. Y si todavía quedase alguna duda al respecto, resulta de todo punto insostenible después de publicado el fragmento del Diario español, “Toledo. Los ángeles del Greco”, escrito al parecer en Ronda en enero de 1913, después de los poemas “Asunción de María” y “Al ángel”, en los que es visible la influencia del cretense, y en el que hallamos párrafos como los siguientes: “El Greco, impulsado por las condiciones de Toledo, comenzó a introducir un interior del cielo y, a la vez, a descubrir arriba celestes imágenes-espejo de este mundo, las cuales se diferencian de él y son, en su especie, tan proporcionadas y regulares como las figuras de los objetos reflejados en el agua. En sus cuadros, el ángel ya no es antropomorfo como el animal en la fábula, ni tampoco el secreto signo ornamental del Estado teocrático bizantino. Su esencia es fluyente como el río que corre a través de los dos reinos, sí, lo que el agua es sobre la tierra y en la atmósfera eso es el ángel en el círculo más amplio del espíritu, arroyo, rocío, abrevadero, surtidor de la anímica existencia, precipitación y ascenso”.
Por eso la interpretación metafísica existencial de la poesía de Rilke, tal como es intentada por Bollnow por ejemplo, por brillante y aguda que pueda parecer, como en efecto lo es, pero a fin de cuentas no es completamente satisfactoria. Para Bollnow, en el interrogante inicial de las Elegías, podríamos suprimir “los órdenes angélicos” sin que el verso perdiese su significado. Según Bollnow, en su reducción existencial, lo que Rilke quiere decir en el comienzo de la Primera Elegía es sencillamente “Quién, si yo gritase, me oiría?” Es decir, no me oiría nadie, estoy solo, no hay ninguna instancia, ningún otro mundo adonde acudir, sino éste en el que estoy, en el que estoy además en una soledad radical. Esta actitud, en cierto modo, recuerda a la de algunos espectadores y comentaristas de la obra del Greco. ¡Cuántos han ensalzado, por ejemplo, la parte inferior, la terrena, del Entierro del Conde de Orgaz, en la que han visto una obra maestra insuperable, negando, al mismo tiempo, todo valor a la parte superior, a la Gloria de este mismo Entierro, que es para ellos una excentricidad, una desfallatez, un sin sentido! Pero no, entierro terrenal y Gloria constituyen la unidad indisoluble del Entierro, sin que sea posible separarlos, pues lo que el Entierro es, es precisamente ese fluir de la tierra al cielo y viceversa. La Gloria en el cuadro del Greco es tan real como la parte inferior terrena. Del mismo modo, el ángel de Rilke, los órdenes angélicos rilkeanos tienen su realidad peculiar, sin que puedan reducirse a la función de un mero adorno mitológico, de un énfasis retórico, como en su reduccionismo existencial pretende Bollnow. Cierto que el ángel del Greco, la Gloria del Greco es una realidad de la fe, mientras que “los órdenes angélicos” de Rilke son mucho más problemáticos, y que en este problematismo desempeña seguramente un papel crucial la nostalgia, pero ese problematismo, esta nostalgia, no son menos reales.
Y aquí, con esta evocación de los órdenes angélicos rilkeanos, de clara raigambre grequista, podemos dar por concluidos estos comentarios. Y recapacitando lo dicho, podemos decir que el Greco, predilecto de los poetas de su tiempo, consagrado en su época por los grandes sonetos de Góngora y Paravicino, adquiere asimismo una presencia visible en la poesía española del pasado siglo veinte, en la que da lugar a un puñado de meritorios poemas. Y aunque no haya inspirado un libro como El Cristo de Velázquez de Unamuno, ni tan siquiera uno como el Zurbarán de José María Alonso Gamo, precisamente por su influencia en la poesía de Rilke bastaría por sí sola para seguir manteniendo su estatus de “pintor famoso que celebraram todos os poetas deste seculo”, según la expresión de Francisco Manuel de Melo.
Lorenzo Martín del Burgo