(Coordinado por Ángel Guinda)
En el estudio de la calle Canfranc. (Foto de Joaquín Alcón)
El poeta zaragozano Julio Antonio Gómez escribió algunos de los mejores poemas amorosos de su generación (la del 50: con Gil de Biedma, Ángel González, Gamoneda, Valente, Crespo, J. A. Goytisolo, Tundidor, entre otros compañeros de viaje), dignos de permanecer en la Historia de la Literatura Española. Su timidez y aislamiento en la provincia, su residencia posterior en Tánger y en Las Palmas de Gran Canaria, no favorecieron la difusión y el más alto reconocimiento que su obra, no por breve menos importante, merece. Este monográfico quiere ser un gesto de desagravio por el silencio que envuelve a su figura y un agradecimiento a aquellos amigos que han trabajado por la recuperación de la misma: los profesores de la Universidad de Zaragoza Antonio Pérez Lasheras y Alfredo Saldaña (también poeta), así como el escritor Antón Castro.
El Alambique
La palabra encendida de Julio Antonio Gómez
Alfredo Saldaña Sagredo
Julio Antonio Gómez (Zaragoza, 1933–Las Palmas de Gran Canaria, 1988) es un poeta de diferentes voces que aparecen y desaparecen a lo largo de su obra, en la que encontramos, entre otros, al poeta íntimo y amoroso, que susurra su verso en zonas de sombra, a media luz, teme-roso del terror, el asedio y la represalia cruel. La frecuen-cia con que aparece, los dife-rentes registros con que es tratado y las diversas modula-ciones que adquiere hacen del amor un campo semántico decisivo en la configuración del universo poético e ima-ginario de Julio Antonio Gómez, en la percepción de la experiencia y en la tra-ducción de dicha experiencia a un texto poético. Un análi-sis del tema amoroso puede aportar en este sentido algu-nas claves de interpretación de esta obra poética; su sexualidad (de raíz homoerótica) marcó radicalmente tanto su destino en la vida como su papel en la poesía y de este modo su ser social y su ser poético se vieron atravesados por la singularidad de esa señal (J. A. Gómez sufrió en la Zaragoza de los años sesenta acoso policial por orden judicial, fue detenido en 1967 bajo acusación de perversión de menores, pasó cinco meses en la prisión de Torrero y fue desterrado durante seis meses fuera de Zaragoza). En unos años de escasas libertades, en todos los ámbitos, su concepción de la sexualidad hizo de él pasto abonado con el que se alimentaron la inquina y el desprecio de aquellos seres que velaban por la moral y el orden públicos; esa misma homosexualidad fue la que le llevó al exilio forzoso y es una señal que se rastrea —aunque sea de una forma velada y solapada— en su poesía, donde el amor se presenta como un tema capital a la hora de desvelar algunas estructuras del universo lírico de J. A. Gómez. |
La concepción del amor en la poesía de J. A. Gómez tiene algunas de sus raíces en parte de la obra poética de Vicente Aleixandre, sobre todo en La destrucción o el amor, libro de 1935 que nuestro poeta, debido muy proba-blemente a un descuido, fecha en un trabajo ensayístico de 1968 titulado España: Poesía y teatro contemporáneos, 1936–60 en 1925. Allí trae al comen-tario tres poemas del libro de Aleixandre (“La selva y el mar”, con el que inicia la obra, “Unidad en ella” y “Ven, ven tú”), que utiliza para esbozar una más o menos elaborada teoría estética del amor que, como vemos si analiza-mos su obra, nuestro poeta hace suya. Un estudio semántico del amor en la poesía de J. A. Gómez (un tema importante dada la insistencia con que aparece y la singularidad con que es tratado en sus diferentes obras poéticas: Los negros, El cantar de los cantares, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas y Acerca de las trampas, sus cuatro libros completos conocidos) permite, además de constatar la evolución que experi-menta este tema en su poesía, desvelar diversos rasgos de intertextualidad y algunas deudas contraídas por J. A. Gómez con otros escritores y con su propia obra poética, y valorar la significación que dicho tema adquiere y el sentido (o los sentidos) que aporta a esta poesía. Quiero ahora prestar alguna atención a su principal libro de temática amorosa, El cantar de los cantares.
El cantar de los cantares (segundo de sus libros en orden de escritura aunque primero en publicarse en 1959) es el texto en el que suena por primera vez de forma propia y personal la voz poética de Julio Antonio Gómez; es el texto de la enunciación y celebración amorosas, donde el éxtasis y la voluptuosidad de los sentidos alcanzan, en el conjunto de su obra, sus más altas cotas. Este libro introduce un rasgo que va a ser característico de la poesía de J. A. Gómez a partir de este momento: la inclusión del amor y del erotismo como contenidos esenciales del discurso poemático. Amor como búsqueda, itinerario e iniciación; erotismo como forma de representación habitual de ese amor. El amor que celebra Gómez en este texto es un amor profano, físico, telúrico en el sentido de que la evolución del yo lírico (algo parecido ocurría en Los negros, su libro anterior) está íntimamente ligada al ciclo de la naturaleza. En este sentido la poesía de J. A. Gómez integra su contenido amoroso la mayor parte de las veces en el medio natural (sobre todo en sus primeros libros), en el que los elementos no son solo meras figuras decorativas, sino que alcanzan una gran cohesión con el fondo del discurso. El cantar de los cantares se presenta como un diálogo lírico con intensos movimientos dramáticos entre la amada, el amado y el coro. Texto, pues, en expresión bajtiniana, polifónico al ofrecer el contenido del discurso en varios registros expresivos que relativizan los distintos puntos de mira y las diferentes perspectivas desde las que la realidad es contemplada. Texto de viaje, de iniciación a través del amor como medio de conocimiento de otras realidades. El movimiento, el viaje (que se muestra lleno de símbolos y emblemas que es preciso descifrar, como ocurre, por ejemplo, en las novelas de caballerías), viene dado por la búsqueda del otro que ha de completarnos y dar algún sentido, si ello es posible, a nuestra vida.
J. A. Gómez sigue el famoso poema atribuido a Salomón, con los personajes del libro bíblico situados ahora en escenarios actuales. Se trata de un texto del que se han hecho numerosas versiones; en nuestra lengua, además de la poesía epitalámica, quizás las más famosas sean las de fray Luis de León y Benito Arias Montano, aparte de las continuadas paráfrasis que algunos autores de la mística, sobre todo San Juan de la Cruz (Cántico espiritual), hicieron del texto original. Ahora bien, un cotejo algo más detallado y exhaustivo de las obras de San Juan de la Cruz —uno de los más altos representantes de lo que Georges Bataille (1992) denominó como “erotismo sagrado”— y J. A. Gómez, las que más originalidad presentan con respecto al libro salomónico, nos permitirá constatar hasta qué punto fue el Cántico espiritual la fuente más cercana de nuestro autor. Un análisis —que pude desarrollar con mayor detalle en otro lugar (Saldaña, 1994)— comparativo de tópicos y motivos, emblemas y símbolos ofrece la luz suficiente para establecer rasgos comunes y diferenciales de ambas obras. Son muchas las semejanzas que presentan el Cántico espiritual y El cantar de los cantares; ambos poemas beben en una fuente común y, a pesar de sus diferentes propósitos y las distintas cualidades de los amores que celebran, los dos se sirven, en numerosas ocasiones, de parecidos tópicos, metáforas y símbolos para expresar esos amores. Y ello no debe extrañarnos dado que los dos textos heredan una retórica bíblica donde el amor desempeña un papel central, un imaginario cultural clásico filtrado por el cristianismo y una sensualidad vitalista de origen musulmán. Las diferencias radican quizás en el carácter deliberadamente erótico del poema de San Juan, frente al mayor alarde de sensualidad que presenta el de J. A. Gómez; en la localización eminentemente bucólica, ambientada en un medio natural, del Cántico espiritual, frente al contexto urbano (aunque salpicado de continuas referencias al mundo de la naturaleza) de El cantar de los cantares; y, por último, en el final con que se cierran ambos textos: mientras el de San Juan acaba con la descripción del éxtasis de los esposos en pleno goce físico, el de J. A. Gómez finaliza con la separación de los amantes.
El cantar de los cantares es el texto de J. A. Gómez en el que su voz poética suena por primera vez con auténticos registros y modulaciones personales; y esto puede parecer una paradoja puesto que el autor se había impuesto como modelo para este texto un original que implicaba la adopción de unos patrones estilísticos, métricos y rítmicos muy estrechos. Esboza temas y rasgos (la pasión amorosa, la humanización de la naturaleza, la muerte inevitable) que desarrollará de una forma más amplia en otros libros; al presentar este poemario dividido en cantos en los que intervienen distintos personajes (la amada, el amado, el coro), ensaya una estructura de poema dramático que no volverá a repetir en el resto de su obra; introduce símbolos y temas simbólicos (el vino, el mar, el sueño) que han adquirido cierta continuidad en su poesía; y, sobre todo, dada la sensualidad que envuelve al poema, supone la manifestación más diáfana y contundente de plasticidad artística de entre toda la poesía que publicó su autor. La obra incorpora elementos carnales de la amada (boca, piel, manos, senos, mejilla, talle, vientre y labio), varias descripciones y cualidades del amado, del reino vegetal (romero, manzana, campos de trébol, yedras, higueras, jardines y vides), del reino animal (caballo, toro, paloma, tórtola y cordero), si bien todos ellos formando parte de procesos metafóricos, y todo un mundo de sonidos, olores y sabores (el viento, la respiración entrecortada, los aromas de la amada, el aliento del cordero, el olor de la piel del amado, el vino embriagador, el canto insostenible) que hacen de esta obra un verdadero paraíso de la sensualidad.
Amor y muerte son dos temas que gozan de una salud extraordinaria en la tradición poética española. La poesía de J. A. Gómez tampoco ignora estos campos semánticos, que muestra en diversas ocasiones profundamente in-terrelacionados: “Caín mató a su hermano por amor. / Caín, el más hermoso de los hombres” (El cantar de los cantares, I, vv. 45-46). Aquí el amor es causa de un asesinato, de un fratricidio. Gómez recrea el motivo bíblico de tal manera que la causa del crimen que habíamos dado como buena hasta ahora, la envidia, es sustituida por una nueva, el amor, capaz de purificar hasta los actos más canallas y abyectos. Este contexto, en el que aparecen equiparados amor y muerte, recuerda ese otro de violencia propio de Los negros. Caín, cuya figura volverá a aparecer en Acerca de las trampas, es reivindicado aquí (¿eco del poema “Abel et Caïn” de Baudelaire?) como símbolo de la pasión y la belleza, belleza que se le atribuye mediante un epíteto raro (“el más hermoso”, frente a, por ejemplo, “el más cruel”) que forma parte de un sintagma del que es el núcleo y aparece en grado superlativo. Al caracterizar a Caín como el más hermoso de los hombres se produce una nota de extrañamiento; el poeta se desmarca de la opinión general al hacer de él el paradigma de la hermosura y no de la envidia o de la maldad. Arquetipo de la voluptuosidad y del apetito insaciable, no hace falta recordar que el fratricida estaba ebrio cuando mató a su hermano. Caín, en orden cronológico, es el primer maldito de la tradición judeo-cristiana, y no es extraño que J. A. Gómez sintiera cierta atracción por un personaje como él, como no lo es tampoco que Baudelaire, antes, expresara algo similar y lo calificara en su poema como “pauvre chacal”. Gómez, al tiempo que felicitaba a sus amigos la entrada del año 1965 y les deseaba “buen andar y alegre compañía”, publicó un soneto titulado “Dulce chacal, garfio de mansedumbre” en el que, sin mencionar expresamente al personaje del Génesis, aparece alguna nota alusiva al mismo —y compartida por el propio J. A. Gómez— como es la referencia al carácter errante de la vida.
Este brevísimo comentario de la poesía amorosa de J. A. Gómez permite extraer algunas conclusiones: la constatación de que es un tema importan-tísimo en la obra de nuestro autor, dada la frecuencia con que aparece y los diferentes registros con que es tratado, un tema, además, esencial para desvelar algunas estructuras del universo poético e imaginario de J. A. Gómez, un poeta de raíz homoerótica que hizo de su concepción del amor una forma de entender y expresar el mundo. A través del amor, con el que constantemente se están cruzando otros campos semánticos (la muerte, la naturaleza, la ciudad —Zaragoza, París, Tánger—, España, la propia creación poética), el poeta trata de establecer su personal cosmovisión y elaborar su singular modelo de mundo deseado. Es, pues, el amor un elemento capaz de incidir en el objeto al que se enfrenta hasta el punto de modificar su estructura originaria, un motivo determinante en la percepción de la experiencia de J. A. Gómez y en la traducción de dicha experiencia a una obra poética condenada al parecer a dormir el sueño de los justos. Este poeta fue por vocación y decisión propias un caso aparte en la poesía española de su tiempo. Aragonés de nacimiento, sus lecturas y amistades foráneas, su educación y formación cosmopolitas, sus cada vez más frecuentes, prolongadas y hasta definitivas estancias en otros lugares hacen de él un fenómeno singular en la poesía aragonesa contem-poránea. Si a ello le añadimos la elaboración de una escritura del color y del sonido, pletórica de imágenes, metáforas y símbolos, sensual y apasionada hasta la exasperación, vibrante, musical y afanosamente elaborada, tendremos a un poeta en clara progresión ascendente, que parte de una obra primeriza y menor en su trayectoria, Los negros, escrita a mediados de los cincuenta, y culmina su ciclo con la redacción de un texto importante en la lírica española contemporánea, Acerca de las trampas (1970), condensación y cenit de su poesía, un libro repleto de aciertos expresivos y logros artísticos que, sin embargo, fue escandalosamente silenciado por la crítica en el tiempo de su aparición, preocupada como estaba por consolidar otra poética dominante en aquel momento. Por eso mismo, quiero finalizar este texto expresando mi agradecimiento y felicitación a los responsables de El Alambique por acoger entre sus páginas las palabras de ese corazón indomable y desbordado que tuvo por nombre Julio Antonio Gómez Fraile.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Bataille, G. (1992). L´Erotisme, París, Les Éditions de Minuit.
Gómez, J. A. (1959). El cantar de los cantares, Zaragoza, ed. del autor.
Gómez, J. A. (1970). Acerca de las trampas, Zaragoza, Javalambre, col. Fuendetodos.
Saldaña, Alfredo (1994). Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.
Julio Antonio Gómez en el cuarto oscuro
Adolfo Burriel
(Joaquín Alcón, tan amigo también mío, hubiera sido el fotógrafo oficial de Julio Antonio Gómez, si eso estuviera bien decirlo. Esta foto la hizo él, en la entrada a su cuarto oscuro, en la calle Canfranc de Zaragoza.)
Julio Antonio Gómez ha abierto la puerta de los múltiples cerrojos y de la cruz de ataúd, mira sin osadía, desabraza la sombra, apenas husmea, tal vez fuera no existe otra cosa que nosotros. |
¿Cómo fue con la puerta cerrada?
Julio Antonio Gómez, qué asombro por la luz –N`Gakora, dios, al escribir tu nombre / me sube a la garganta un verde viento / de lejanas frescuras–, envallado donde viven con espanto las sendas imposibles, huido, sin embargo, cada día, a cada paso, refugiado en ese cuarto oscuro donde las formas aparecen despacio, poco a poco –luz y gris–. Desde qué nada. Julio Antonio Gómez y su mirada hacia las islas y los puertos. Y cerca de los cerrojos, las aldabas.
En aquellos sonetos donde hasta muere de amor un marinero, ¿qué tristeza sería la pagada?
Julio Antonio Gómez, escondido, simulando levemente arañar la claridad, mirando esas afueras. Y tú sabiendo que algún día / dentro de diez mil años / un pobre loco de grandes ojos tristes / hallará bajo el sol la llave oculta / la llave deseada, / aquella cuyo nombre /misteriosamente el mar pronuncia y acaricia.
Papageno: 53 aniversario
Antonio Pérez Morte
C |
incuenta y tres años. Primavera de nuevo. Tengo entre las manos el materializado sueño luminoso del poeta aragonés Julio Antonio Gómez, un bardo exquisito, enamorado empedernido de la belleza. Papageno es el nombre de ese sueño: Un milagro de papel, nacido en plena zaragozana gusanera de Miguel Labordeta, que en 2008 cumplió ya medio siglo. Antonio Pérez Lasheras realizó en 1990, con el apoyo de la Diputación General de Aragón, una maravillosa edición facsimilar, acompañada por un comple-tísimo estudio previo.
En una ciudad donde sólo la cultura y la creación eran alguna de las pocas salidas posibles para huir del tedio y la opresión, el espíritu libre e inquieto de Julio Antonio Gómez, desafiando dificultades y riesgos, se embarcó en una de las más hermosas aventuras que hayan visto la luz en esta tierra: la publi-cación de una revista literaria independiente, que en edición no venal intentó hacerse sitio dentro del panorama nacional. Una aventura casi milagrosa, como explicaba el propio artífice del proyecto, en la hoja suelta que acom-pañaba al primer número, aparecido en la primavera de 1958: “Papageno, revista milagrosa –al decir de Camilo José Cela–, quiere agradecer, en primer lugar, la colaboración de cuantos, en forma decidida y desinteresada, entregaron sus originales para el presente número. Máxime teniendo en cuenta que siendo ellos figuras de sobra conocidas, y PAPAGENO proyecto a realizar, no sabían, no podían saber por donde iban a ir los tiros. Gracias por la confianza. Papageno, revista huérfana de toda subvención, revista hecha por jóvenes, no viene a llenar ningún hueco; no quiere polemizar, asombrar o destruir; quiere solamente ser un puente de conversación serena y solidaria en torno a temas, eso sí, transcendentes y, por lo tanto, audaces. Revista de comunicación, publicará –sin ajuste alguno en cuanto a tema, extensión o firma– todos cuantos trabajos se le envíen poseyendo el término medio de calidad y transcendencia que persigue. Hará igualmente –con la mejor voluntad de justicia– recensión crítica de los libros y revistas que lleguen a ella… No nos proponemos nada, lo cual quiere decir que vamos a por todo. Ojalá que la suerte –o lo que sea– nos acompañe.” La suerte duró hasta el invierno de 1960, fecha en la que apareció el segundo y último número de la revista, dedicado íntegramente a la publicación de la obra teatral de Miguel Labordeta, Oficina de Horizonte.
El primer número de Papageno se abre a cualquier tipo de manifestación cultural y está lleno de contenidos tan interesantes como diversos: artículos, dibujos, poemas y hasta un guión de cine… En la primera página una carta de Vicente Aleixandre da la bienvenida a la publicación y glosa la figura de su director; en la segunda, dos reseñas de poesía: La primera, muy extensa, está dedicada a Teatro Real de Leopoldo de Luis (publicado por Adonais) carece firma, aunque podemos atribuirla, casi con total seguridad a Julio Antonio. La segunda, sobre Los mejores versos de Guillermo Valencia, lleva la firma de Sánchez Ibarra; completa la página un poema en prosa de Antonio Fernández Molina. Un gran artículo dedicado a La tierra baldía de T. S. Eliot, escrito por José María Aguirre (uno de sus grandes estudiosos) ocupa íntegramente la página tres y la mitad de la cuatro, que se completa con un poema surrealista de Ángel Crespo: Todas las muertes son distintas. Cuatro maravillosos y desgarrados sonetos de Pascual Plá y Beltrán (un poeta que dejaría huella en la obra posterior de Gómez), fechados en 1927, abarcan la totalidad de la página cinco. En la siguiente, José María Aznar Quero escribe un artículo sobre la Evolución de la filosofía. I La proyección del ser, quizá pretendía ser la primera entrega de un trabajo mucho más extenso. La página siete recoge un artículo de Emilio Lalinde en el que se acerca a la figura de Antonio Machado: Machado, siempre. Tras el texto de Lalinde Acereda, tres páginas (8, 9, 10) repletas de poesía: Leopoldo de Luis, con un extenso y hermoso poema de reminiscencias machadianas titulado El río; Dámaso Alonso con una composición breve, Los contadores de estrellas; Rafael Millán, Volvemos; Gerardo Diego aporta el soneto Soy sólo uno; Julio Maruri firma Mañanas, un bellísmo poema surrealista; Miguel Labordeta el hermoso poema dedicado a Pío Fernández Cueto: Fernández Cueto viene cantando; Elizabeth Bishop, Circo de Invierno; James Joyce, Un murciélago de misterio; Ezra Pound, Retorne la alegría; Carlos Baylín Solanas, Balada del muerto desconocido.
Guillermo Gúdel, otro grande de las letras aragonesas, participa en este número con un cuento que discurre a lo largo de la página once: Lala, ilustrado por Labra. Manuel Pinillos nos devuelve a la poesía en la página doce: Con mala letra, a Dios, y nos lleva con la fuerza torrencial de casi un centenar de versos, a su personalísimo y desbordante mundo poético. La página trece es para Antonio Buero Vallejo y su artículo La juventud española ante la tragedia. Tras este texto (página 14) José Antonio Labordeta nos acerca a la poesía de César Vallejo a través de un escrito breve que incluye versos del poeta peruano; la página se cierra con el poema La primera caída de Pedro Bargueño y A Lina, en el silencio de José Gerardo Manrique de Lara. Otros dos poemas abren la penúltima página (15): Alas de tus pies de Luis F. Arregui Lucea y Canción del pobre, del siglo VIII, de Yamanoe No Okura. El resto de la página quince junto con la dieciséis, están destinados a la reproducción de la secuencia 29 del guión cinematográfico La Venganza de Juan Antonio Bardem.
Dieciséis páginas intensas (con dibujos de Picasso, del propio Julio Antonio…), llenas de elementos heterogéneos de elevado nivel, para una entrega donde todo tiene cabida y que precisamente por ello, contrasta con la segunda, que verá la luz en el invierno de 1960 y estará dedicada íntegramente –como ya apunté al principio– a la primera publicación de la obra dramática de Miguel Labordeta, Oficina de Horizonte, escrita por el vate zaragozano a comienzos de la década de los cincuenta.
Un poema puesto en pie titula Julio Antonio Gómez el prólogo-portada desde el que resume, de forma apasionada, los aspectos más importantes de la obra, al tiempo que establece similitudes entre ésta y la poesía de su autor, de quien traza un retrato entrañable: “Los que conocemos a Miguel, ese Miguel bullicioso, entrometido, socarrón, cruel a veces, con su inefable mirar de niño asombrado o pícaro, lo hemos inmediatamente reconocido e incluso ahondado en este drama que, si os place, vais seguidamente a leer. En efecto: todo el mundo fa-buloso del poeta inventor, todos sus hermosos galimatías absurdos o soñados –uni-verso quimérico o real, quien sabe– están en la obra, la constituyen, y a ellos habremos de remitirnos cuando deseemos conocer a uno y otra.” “Oficina de Horizonte es un poema puesto en pie. Cierto. Nosotros lo hemos visto levantarse y caminar sin vacilaciones…” “Oficina de Horizonte plantea el problema del Poeta ante los temas eternos del Amor, del Abismo y de Todo Lo Demás. Como es lógico, Todo Lo Demás acaba por exterminar al Poeta. No es sin embargo una obra triste. La Alegría, la inmensa Alegría, queda encerrada dentro de una botella que, todavía intacta, navega y navegará hasta el fin por los mares del mundo.”
Guillermo Gúdel realiza la crónica del estreno en la página 2: Fecha del Estreno. Tras el texto de Gúdel, se reproduce el anuncio de la Tragicomedia Epilírica en dos Edades y media, que se celebró el día 6 de Noviembre de 1955 en el Teatro Argensola de Zaragoza (con los actores Pío Fernández Cueto, Lola Gomollón y Mario Barraicoa, la escenografía y luminotecnia corrió a cargo del artista vasco Agustín Ibarrola, y la dirección de Miguel Labordeta). El resto de páginas, de la tercera a la decimosexta, reproducen el texto íntegro de la obra con dibujos de Le Corbusier, Carlos Alonso y Julio Antonio Gómez.
Si bien es cierto que en Oficina de Horizonte se percibe la influencia que sobre Labordeta pudieron ejercer las lecturas de autores como Brecht o Sartre, también es cierto que ello no resta mérito alguno a un autor que supo alimentar y enriquecer continuamente, con su espíritu inquieto, una mente lúcida y desbordante imaginación, capaz de crear una obra tan difícil como personalísima. Miguel Labordeta tuvo y sigue teniendo un eco innegable en muchos jóvenes poetas e incluso algunos discípulos, entre sus propios compa-ñeros de la Tertulia de Niké: La Edad definitiva de Julio Antonio Gómez, es una muestra clara de ello.
Julio Antonio Gómez, que sacó a la calle esta maravillosa tragicomedia existencial, la única incursión que realizó en el mundo del teatro el más importante poeta aragonés: Miguel Labordeta... Julio Antonio Gómez, que realizó denodados esfuerzos para sacar a sus conciudadanos de una cultureta oficial, siempre por debajo de las pretensiones de cualquier persona progresista e inquieta.
Con menos medios que amigos, con más esperanza que capacidad de acción, con ilusión, Julio Antonio intentó zafarse de una sociedad triste y oprimida, y a ratos lo logró: Papageno fue durante algún tiempo su válvula de escape, su ventana abierta a un aire nuevo y a los sueños.
Julio Antonio Gómez, un poeta puesto en pie
Miguel Ángel Longás
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ueda algo por decir acerca del poeta aragonés Julio Antonio Gómez (Zaragoza, 1933–Las Palmas de Gran Canaria, 1988)? Después de las palabras definitivas que le han dedicado profesores como Antonio Pérez Lasheras o Alfredo Saldaña y poetas como Ignacio Ciordia o Ángel Guinda, parece que no, y, sin embargo, ahí está el testimonio conmovedor de su poesía original y nueva para demostrar que los lectores pueden y deben seguir confiando en obligadas resurreciones literarias como la suya, “porque el muerto está en pie”, como decía Gustavo Adolfo Bécquer, y porque, antes de estarlo, había sido un hombre vitalista aunque atormentado, un “maldito” de la poesía aragonesa cuyo malditismo no es tal y cuya breve obra se puede poner al lado de coetáneos suyos de la llamada “promoción poética de los 50”, bendecidos todo ellos por la crítica y también por sus lectores, como Jaime Gil de Biedma, Ángel González, Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Miguel Labordeta, Manuel Pinillos o Rosendo Tello.
Dicho esto, hay que recordar, de forma inmediata, que Julio Antonio Gómez no fue un poeta más, sino un verdadero dinamizador de la cultura aragonesa, como su amigo y modelo Miguel Labordeta, en un tiempo nada fácil, dado que, como bien es sabido, dedicó algunas de sus muchas y generosas energías como editor a la promoción de poetas, tanto del ámbito aragonés como del español, en su mítica Colección “Fuendetodos”, en la que consiguió aunar los nombres de poetas de distintas generaciones poéticas, como Vicente Aleixandre, Luis Rosales, Blas de Otero, o, entre los aragoneses, Ildefonso Manuel Gil, Luciano Gracia o el ya citado Labordeta. Por ello, y en justa correspondencia, también se le deberían dedicar a su poesía algunas de esas mismas energías como poeta de genio que fue.
Todo ello se puede apreciar en los cinco libros de poesía que Gómez escribió, así como en sus poemas sueltos. El primero de ellos es Los negros, un libro inédito que no fue publicado en su momento, pero que fue galardonado con el premio “Doncel de Oro” en 1958. Con este libro inicial, Julio Antonio Gómez se convierte en otro “poeta de la negritud”, pero sin adaptar los ritmos africanos a los ritmos castellanos, que aparecen en forma de silva libre integrada por versos heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos. Demuestra, más bien, ser seguidor de dicha tendencia, entre la que figura el poeta cubano Nicolás Guillén, por la búsqueda de lo autóctono, por su colorismo y por su primitivismo vitalista, pero también por su acentuado compromiso con la raza negra en su conjunto, víctima de tantos desmanes esclavistas y colonialistas. Es por ello por lo que Gómez demuestra en Los negros su nexo de unión con la “epilírica” de Miguel Labordeta y, al mismo tiempo, con la “historia del cora-zón” de Vicente Aleixandre, lo que equivale a decir que el poeta transforma en universal su canto pero dejando que, razas aparte, los negros se sientan integrados en la expresión de una misma forma humana de sentir.
Otro tipo de canto lo constituye El cantar de los cantares, segundo libro de Julio Antonio Gómez, una personal recreación del poema de Salomón, que se convierte en un poema vanguardista en el que la amada busca a su amado en un entorno ciudadano, lo que dificulta su reencuentro amoroso, todo ello con un lenguaje sensual y simbólico que lo acaban hermanando con el perpetrado por San Juan de la Cruz en su Cántico espiritual, pero no en cuanto a su construcción estrófica, dado que las liras sanjuanistas se convierten en versos de raíz endecasilábica en el poema de Gómez. Por lo demás, cabe recordar que Ignacio Ciordia, amigo íntimo de éste y también poeta resurrecto, ha llegado a declarar, en alguna entrevista, que la idea de escribir una actualización del poema salomónico partió de él, pero que fue Julio Antonio Gómez quien la llevó a cabo, estableciendo, al mismo tiempo, un particular diálogo suyo con la tradición poética, renovando la imaginería poética monocorde del momento con una amplia gama de metáforas, símbolos y revelaciones lingüísticas.
Como revelación lingüística se puede considerar el largo y extraño título del tercer libro de Gómez, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, un libro de contenido surrealista y alucinado en el que Gómez quiere ser un ciudadano libre en busca de un amor no menos libre que tal espacio urbano impide, es decir, en un intento de recuperar la temática y el tono de su versión libre del ya citado Cantar de los cantares de Salomón, con unos poemas en verso libre que son alegorías que también entablan diálogo con la poesía de Miguel Labordeta y de Manuel Pinillos. Un libro, pues, renovador en la poesía aragonesa y española, cuyos poemas tienen no poco de las técnicas de yuxtaposición entre imágenes que nada tienen que ver entre sí, quizá aprendidas en La tierra baldía, de Thomas Stearns Eliot, una obra original, vanguardista y rupturista que Julio Antonio Gómez proyectó traducir. Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas se convierte así en otro canto de afirmación de la vida y del amor en medio de una realidad hostil a la que sólo es posible hacer frente haciendo uso de una libertad que sirve para crear puentes al infinito desde una realidad contaminada en un intento de regresar a la pureza original de todo.
Pero, su “edad definitiva” como poeta, parafraseando el título de su única obra teatral, la alcanza Gómez en Acerca de las trampas, su último libro publi-cado, en el que se observa no sólo su madurez expresiva, sino, también, un ansia de renovación, profundizando en su línea vanguardista habitual, que lo convierte en claro antecedente de algunas de las poéticas llevadas a cabo por los Nueve novísimos poetas españoles antologados por José María Castellet en 1970, ello sin abandonar su acendrado lenguaje surrealista y coloquial y su temática social e intimista al mismo tiempo, que lo acaban hermanando con Miguel Labordeta, por lo que Acerca de las trampas es un libro de hallazgos, pero también de revelaciones.
Por eso, cuando Julio Antonio Gómez tuvo la revelación de que tenía que marcharse de España para darle nuevos aires a su vida, también se siguió reno-vando como poeta y fue en Marruecos, su país de acogida, donde compuso El fuego de la historia, una colección de poemas en verso corto de tendencia heptasilábica, en un intento de imitar la métrica popular árabe, cuyo tema es el mundo marroquí, y, por extensión, el mundo árabe, del cual se sentía solidario, como solidario había sido en Los negros, su primer poemario, con la negritud, lo que demuestra el interés de Gómez hacia distintas culturas como poeta neo-rromántico que fue, un poeta puesto en pie de nuevo al que la pasión perfecta de la poesía le llevó a hacer más soportable la “pasión sombría” de su vida.
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Acuérdate de mí”. Un poema escrito en Algeciras
M. Martínez Forega
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a memoria es apero indispensable de la nave del poeta, ancla de muchas de sus presunciones; una de ellas es la presunción del miedo al olvido. Y cuando se tiene la sospecha de ser olvidado, la memoria se convierte en una apelación (íntima o pública cuando se es; expresamente epitáfica cuando se deja de ser). Hay matices entre el acto de recordar y el acto de no olvidar. El primero parece tener la impronta de un acto coyuntural, ajustado al momento preciso del recuerdo; el segundo dispone una actitud lineal, permanente, desde el hecho recordado en adelante; no tiene fin, por así decir.
Julio Antonio Gómez compuso un poema[1] en Algeciras (según reza la data al pie en la versión aparecida en la revista Poemas)[2] que presenta un rasgo formal (elipsis de algunos nexos sintácticos) distribuido irregularmente, diríamos que al desgaire del azar. Un polisindetismo moderado es también visible, aunque no parece ser un recurso estilístico consciente, al menos en este texto. Sin embargo, lo que interesa en este poema es que sugiere dos de las hipótesis adelantadas en el primer párrafo. Una: tiene el poeta miedo en este texto; tiene miedo de caer en el olvido del Otro. Dos: reclama un recuerdo a la ajena memoria, un plus ultra aquí, cuando uno todavía es, y un más allá allí, cuando se deja de ser.
El poema ha celebrado el amor o lo celebra (eso importa poco ahora); lo que nos llama la atención es, por un lado, la certeza de que ese idilio concluirá. El poeta Gómez no sabe cómo: puede que el amor desista debido a una disputa y se envuelva en una espiral de reproches:
Cuando la vida olor de cada boca
sea un trozo de ira o ya una trampa...
(vv. 1-2)
o quizá se agote en un transcurso efímero diluyéndose su devenir:
...y el corazón músculo amor ensueño
pedazo abandonado a la nostalgia...
(vv. 3-4)
Tal vez, en su tránsito, sean la despedida o la pérdida dos motivos:
... cuando domingo sangre
cercano un mar amarga la esperanza...
(vv. 6-7)
o la impotencia de no poder superar la distancia o el vacío de la ausencia:
...cuando la furia muerde y la tristeza
se levanta.
(vv. 8-9)
El hastío agrede al tiempo en esas horas sustraídas a la actividad convencional o invertidas en un ocio aparentemente activo. Aquí esta sustracción a la realidad se hace por medio de un exceso dramático:
Cuando llega el temblor latir del viento
y se asesinan sábados y canta
vivir sólo preguntas, sólo muertos
es decir solo sólo palabras.[3]
(vv. 10-13)
Llegados a este punto, las dos estrofas siguientes emprenden el camino de la desaparición; la extinción, la despedida final del que se queda es el pretexto apelativo:
Y cuando oscura soledad emprende
lento subir silencio tu montaña
búsqueda frío adiós y lejanía
y Nada.
Y aullan (sic)[4] los perros del abismo y corren
lejanos los torrentes de la escarcha
acuérdate acuérdate tu mano
mi mano
separadas.
(vv. 14-22)
Tanto si es un poema de amor en pasado o en gerundio, el lema es un recuerdo proyectado al futuro representado en su evidente anáfora imperativa: "acuérdate". Lo que extraña es que solamente en la primera estrofa se expresa la hipótesis futura con el uso del subjuntivo. El resto del poema se redacta en presente. Entiendo que se trata de un desliz propio de un poema que ha sido escrito deprisa y, más que probablemente, sin reparaciones. El lector tal vez siente la atracción del primer subjuntivo para deducir que los presentes posteriores deben ser interpretados en el modo análogo. Yo mismo lo he hecho así. Sin embargo, el modo subjuntivo de ninguna manera restringe la certeza de la hipótesis. El subjuntivo denota el carácter ficticio, no real, pero manifiesta una probabilidad que en la composición poética se traduce por certeza, pues no de otro modo es posible anteponerle (en el caso del poema que nos ocupa) un carácter dramático a los sucesivos supuestos.
¿Por qué entonces Julio Antonio Gómez no ha empleado el subjuntivo en las cuatro estrofas posteriores? Nunca lo sabremos, y especular acerca de su consciencia o inconsciencia resulta baldío.
Quizá sea lo mejor apreciar aquel subjuntivo primero como antecedente de una posterior constatación en el presente y a éste como consecuente de una conclusión avanzada. Porque lo trascendente es sin duda amar. Como contrapunto de esta constatación (y ésta es una idea muy proustiana), la ausencia del amado es la que prefigura la conciencia de amar. En el poema de Gómez tal ausencia (sea real o potencial) no sólo es evidente, sino que constituye la causa de su conciencia amorosa. Dejemos a un lado la duda de si ese amor ha sido o está siendo. Lo que, en todo caso, vive en el poema es el trasfondo del deseo. El deseo domina la vida espiritual del amante hasta el punto de conseguir que desdeñe los datos que le proporciona la realidad, y sólo la muerte del deseo (muerte como sinónimo de olvido) concede la lucidez que le permite al amado apreciar la verdad. Con el imperativo ("acuérdate") Julio Antonio Gómez nos muestra bien a las claras cuál es su verdadero temor. En el proceso desamatorio el olvido se impone progresivamente al recuerdo, pero el poeta está vivo en el poema; sigue amando ya sea junto a su amante o no, de ahí que no soporte la idea del olvido del Otro. Mientras existe el amor, la memoria actúa; si el amor desaparece, con él lo hace el recuerdo y el significado de las personas y de las cosas. Así, cuando el amor es absolutamente pasado, es decir, cuando los procesos del desamor y del olvido se han cumplido, la memoria es completamente estéril. En este sentido, el desamor es una experiencia tan radical como la muerte. Julio Antonio Gómez nos remite a este miedo insoportable: el que se desprende de la sospecha de su total extinción en el ser vital del Otro, del que se irá o se ha ido, del Amado.
"Las cosas nacen del miedo", ha dicho Vladimír Holan con mucha razón; el amor también[5].
Julio Antonio Gómez en los infiernos
Miguel Luesma Castán
E |
s primavera en las islas. África duerme al fondo. Entre sombras, sobre mares de ignorada textura, en alfombras mágicas como las que llevaron a Telémaco hasta Ulises, la luz más armoniosa vuelve en esa sonrisa etérea que llena el mundo.
Múltiples arquitecturas tétricas se desploman consumiéndose en la hoguera del Cosmos. El viento lúcido, prometeico, vital añorador de libertades, gravita hacia la nada y su pureza metafísica.
¡Oh poeta maldito! Como si fuese otoño, tus hojas siguen transformándose en doradas elegías. Quijote y Sancho, a un tiempo, te desvaneciste con leonina letalidad extrema. La puerta de tus sueños se nos cerró y hoy tu recuerdo vuelve a abrirse mudo y sutil, malediciente y frío.
Desde el Atlántico, plena de apasionamiento, nos llega tu música en babuchas. En Europa, falsas cocinas condimentan democracias descafeinadas. Rebasada la península y cruzado el Estrecho, los espíritus fantasmales de Gide y Oscar Wilde te visitan. París quedó vencido por esas letras mayúsculas: policías del mayo del 68. Las emociones entremezclábanse con otras tan importantes como las propias.
Atrás quedaron Acerca de las trampas, con su demoníaco “Drugstore”, las noches de la Sorbona, el Banco de Indochina, Mimí y Violetta, “La bohème” y “La traviata”. El Madrid de Aleixandre, Tánger, Rabat y tu último refugio, las isla de Las Palmas…
Al Oeste del lago Kivú… tus gorilas hermafroditas siguen suicidándose desterrados de sus antiguos paraísos.
Arrebatados éxtasis caen adhiriéndose a viejos calendarios. Noches en el café Niké, ya desaparecido. Cadencias que apenas fueron simples transportes de un cotidiano vivir. Sueños de un “Algo” que quedó defenestrado.
Sí, sí; todo se desvanece. Y tu recuerdo yace, fútilmente, en ese infierno de fragmentados léxicos, en esas edades que dejaron ya de existir.
De par en par, otra vez la noche abre sus puertas a los entronizados esplendores celestes. Tu anagrama “sui géneris”, de negro minotauro, nos dice de tu personalidad y silencios. En desorden, demonios y ángeles góticos te imitan desde las esotéricas fachadas de las grandes catedrales. También ellos amaron a su “Alfred” (V o H) antes de convertirse en piedra. Mas aquí y ahora, como entonces, los que nunca intentaron comprenderte tejen tu disgregación. “A mayores talentos más heridas”, como escribiera Prat.
¡Oh pájaro inmortal de los desiertos! El régimen corrosivo de tu “Zaragoza amarilla” fue arrojado a los lobos. En las grandes ciudades, los marginados siguen durmiendo, entre cartones, junto a las bocas de los metros, en los portales de las casas, viajando, sin sosiego, hacia su propia muerte súbita.
No, no; nunca regresarás a las olorosas tierras de dátil, nunca regresarás porque la vida es un torrente inexorable destinado a la laguna Estigia y al eclipse.
Mas el que duerme, junto a Las islas y los puertos, encadenado al deshojar de un sueño, atisba el supremo triunfo de los abismos y descansa eternamente en los vastos paisajes del mar.
Porque fuiste juego
Luis Felipe Dionis Minguillón
P |
ocos personajes tan atractivos para el estudio de su vida y obra ha dado la poesía española del siglo XX como Julio Antonio Gómez. Nacido en el zaragozano barrio de San José, en el seno de una familia acomodada el 27 de mayo de 1933, su padre era habilitado de clases pasivas.
Fue alumno de La Salle Montemolín y de los Agustinos donde tuvo serios problemas en sus estudios. No ingresó nunca en la universidad. Trabajó ayudando a su padre en su despacho encargándose de las pagas de los pensio-nistas, aunque en realidad era esa una ocupación más de cara a la galería que real. Fue siempre un niño grande talentoso que tuvo serias dificultades para valerse por sí mismo, se tomó su vida y obra como un juego en las que mostró siempre una gran tenacidad para conseguir sus objetivos. Dotado de grandes habilidades lingüísticas aprendió en relativamente poco tiempo inglés, francés y alemán, posteriormente durante su residencia en Marruecos apren-dió dariya. Con grandes inquietudes intelectuales muestra gran afición a gran variedad de artes, destacando entre sus preferencias la literatura, la fotografía y las artes plásticas.
Hacia 1954 entró en contacto con la Tertulia Niké donde trabaría amistad con Miguel Labordeta que oficiaba de gurú de las artes en la Zaragoza de los cincuenta.
Se sabe que cuando llego al café Niké tenía ya un libro escrito titulado Privilegio de lo grave, obra de la que sólo se sabe el título y que jamás fue impresa. En muy poco tiempo se convirtió en piedra angular de la Tertulia debido a que su desahogada posición monetaria le permitía pagar muchas de las fiestas que se celebraban al retortero de las sesudas discusiones poéticas y a que también debido a su abundante pecunio lograba proporcionar a sus contertulios obras literarias de difícil acceso.
Hacia 1959 escribió Los negros, obra en la que canta verso a verso el aislamiento e impotencia de todos los humillados de la tierra, se trata de una obra justiciera en la que la lírica dota de belleza al triste canto colectivo de los desheredados del mundo. La crítica ante este libro no puede ser fría y objetiva, ni el corazón más aséptico no puede preguntarse mientras digiere sus líneas las humillaciones que sufriría el mismo Julio Antonio en los colegios religiosos por su condición de adolescente homosexual.
Creó por aquel entonces varias revistas literarias de difusión únicamente aragonesa y de vida efímera: Papageno, Orejudín, Despacho Literario, Seminario de Poesía...
Entre los colaboradores de sus publicaciones se encontraba gente de la talla de Aleixandre, Gerardo Diego, Buero Vallejo, Guillermo Gúdel, Emilio Lalinde, Picasso y J. A. Bardem.
A finales de 1959 escribe El cantar de los cantares, preciosa mixtura de instintos carnales y surrealismo donde se sienten en la piel temas tan universales como la soledad, el ansia de ser amado y la inseguridad, dándole una gran originalidad ya que muestra el paganismo religioso, siendo por lo tanto una obra muy atrevida al ser rescatada como un “remake” veterotestamentario. Sin embargo se trata de un punto de perspectiva logradísimo ya que es bien sabido (y a la vez obviado) que el rey Salomón levantó templos a los dioses de sus esposas extranjeras.
En 1960 publica su libro más original: Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas. Libro heteróclito, de sentimientos encontrados y contradictorios, muestra la realidad de manera descompuesta obligando al lector a recomponerla en el momento de la lectura, con una técnica muy vanguardista al estilo de Eliot nos expone los mismos temas recurrentes de angustia vital y soledad.
Hacia 1966 da con sus huesos en la cárcel por motivos que nunca fueron públicos, estuvo cinco meses en la tristemente célebre prisión de Torrero, gracias al dinero de su familia logró protección frente a los otros reclusos.
Tras salir de la cárcel marchó a París, donde por primera vez en su vida logró vivir de una manera más madura. Trabajó en el servicio de limpieza de un banco de Vietnam del Sur y, posteriormente entra a trabajar en un restaurante del Barrio Latino gracias a la recomendación de Buero Vallejo. Allá en el exilio aprende por primera vez en su vida a realizar tareas tan sencillas como a hacerse la comida y a plancharse la ropa, en estos simples actos se percata de que vivir con todo hecho supone una esclavitud y, en medio del exilio logra ser feliz.
En 1969 vuelve a Zaragoza y funda la Editorial Javalambre, en la que publicarían autores de la talla de Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, Jimmy Giménez-Arnau o Luis Rosales.
En 1970 publica Acerca de las trampas, poemario-collage lleno de rápidas metáforas vinculadas al caos, la justicia social, la pobreza y el dolor ajeno.
El ocho de Febrero de 1971 muere su padre, incluso en circunstancias tan graves es incapaz de apartar su sentido trágico y oscuro del juego. Acuden sus amigos poetas al velatorio y Julio Antonio les sirve ponche con algún tipo de substancia psicoactiva (probablemente L.S.D.) sin que estos lo supieran provocando consecuencias desagradables.
Poco tiempo después es detenido otra vez debido a un turbio suceso, sorprende a un gitano menor de edad robando en su residencia, negocia con él que no daría parte a la policía a cambio de favores carnales. Pocos días después este sujeto fue detenido por la policía por otro robo, en el duro interrogatorio el adolescente confesó todo lo que le preguntaron, e incluso lo que no le preguntaron también lo declaró y contó. A raíz de esto acabó frente a un juez bajo la acusación de no denunciar un robo y fue condenado a otros cinco meses en presidio.
Al salir de la cárcel marchó a Tánger y poco a poco iría perdiendo contacto con su tierra aragonesa, siendo muy pocos los que sabrían ya de él. Allí vive de forma decadente, rodeado de placeres mundanos y dilapidando su fortuna, termina al final con su casa embargada, tiene que irse a un piso diminuto a vivir y poco menos que tiene que regalar su enorme biblioteca.
En 1977 gana el premio Marruecos de poesía con un libro titulado Fuego de la historia, muy poco se conoce de este libro desgraciadamente perdido y nunca publicado, apenas se han conservado unos pocos poemas, se sabe que consistía en una narrativa lírica de la historia marroquí desde sus orígenes hasta la Marcha Verde.
A finales de 1979 se mudó a Las Palmas de Gran Canaria donde entró a trabajar contratado como “contable” en un local de prostitución conocido como Flamingo, el dueño del negocio le cedió una pequeña habitación en el mismo donde también residiría. Tras varios años de durísimo trabajo y abuso del alcohol sufre una enorme depresión. El 19 de Abril de 1988 sube a dormir a su cuarto tras despedirse de las señoritas del club, allí le sobrevendría la muerte de madrugada debido a una parada cardiorrespiratoria.
Fuera de los pequeños círculos literarios apenas se le recuerda, uno se pregunta dónde quedó su genio juerguista y díscolo, su habilidad creativa, su capacidad para escapar de los acreedores a través de falsas esquelas, sus escarceos en los ambientes pugilísticos... Sus miedos e inseguridades fueron comunes a todos los seres humanos, no así su capacidad expresiva. La ciudad que le vio nacer apenas le tiene en cuenta en su memoria colectiva. Parece un juego cruel muy propio de los hados que la perfumera de la Avenida del Tenor Fleta todavía le recuerde, pero no como poeta, sino como “el señor elegante que se gastaba tanto dinero en perfumes caros”.
(Fuensalida, ocho de Febrero de 2011)
Mi visión personal de J. A. Gómez
Rosendo Tello
C |
onsideradas en bloque la vida y la obra literaria de Julio Antonio Gómez, la imagen profunda que sugieren, para mí reveladora de su carácter y de su abertura al mundo, se pudiera expresar con la frase que me sugirió uno de sus versos y que cifré con el calificativo de “centro inmóvil”. Hablar de centro inmóvil, sin embargo, amén de calificación muy vaga (pues no existe poeta verdadero sin un centro totalizador) semeja paradoja, ya que la visión instantánea que el recuerdo del amigo resucita es más bien la de su incesante movilidad y su ajetreo vagabundo. Digamos, por tanto, que ese centro inmóvil es donde se gesta la marcha lenta y continua, subterránea y marginal, de su abertura al mundo. “Una sorda culebra de esperanza” que merodea alrededor de su agujero metafísico.
En efecto, veo siempre ante mí a J. A. Gómez, con su inseparable carpeta de empleado en una compañía de clases pasivas, plantándose un instante y ajustando la cabeza en el bloque erecto y compacto de su voluminosa figura, para desaparecer, como arrastrando los pies, en marcha lenta, acuciado por secretas incitaciones. Comunicaba la desazón del comisionista que debiera despachar asuntos urgentes en horas perentorias. Siempre en movimiento y de camino, pero sin despegar de un fondo en cadencia. Incluso en las largas veladas de las tardes dominicales en su casa –desde la hora convenida del café hasta la ritual de los cines–, no había manera de sentarlo entre nosotros. Abría la puerta desde lo alto de la escalera, servía el café y las copas por turno, según iban llegando los contertulios, depositando un disco en el gramófono, desaparecía en las intimidades de la casa, en juego nervioso, y tranquilo, de reapariciones y desapariciones.
Su figura abierta y externa, jacarandosa y desmedida, parecía no soportar la soledad. En soledad, no obstante, rebajaba la guardia de su ser, más personal, tierno y vulnerable, apenas advertible, pues casi siempre se le veía acom-pañado. Necesitaba compañía en que apoyarse y resguardarse para descansar en ella sus tensiones, que estallaban en bromas y ruidosas carcajadas. Su presencia se recortaba o se completaba a la luz y contraluz de sus adláteres, dispuestos a soportar o subrayar sus embestidas jocosas o salaces. Así, parecía seguro en su medio –casa acogedora, padres solícitos, acompañantes asiduos, derroche de dinero…–, pero quemaba su tiempo en la fuga dispersa y en el vacío de sus ausencias. En los momentos más indispensables, se hallaba siempre fuera, en persecución de quimeras o volcado en asuntos trascendentes que solía ponderar con estrategia de “manager” o con la variedad inagotable de sus invenciones, en lo que era consumado maestro.
Su obra, lo mismo que su actividad publicitaria (soñó con una gran edi-torial), me comunicaron idéntica impresión externa que la de su persona y su vida: obra lenta y de ejecución discontinua, sin terminar, cruzada de hiatos temporales que a duras penas lograba salvar. Su temperamento, mezcla de seguridad y de vacilaciones, se inclinaba mejor a la urgencia de volcarla en sus versos. Empeño vital que frenó su producción, quizá por aquello de que el resto es literatura. La seguridad de saber lo que quería chocaba, además, con la vigilancia que se exigió en arte, dificultad suprema de ajustar la impostura de la vida a la compostura artística. Medía y cuidaba el verso con la escrupulosa atención que dedicaba a su labor publicitaria, a los que imprimió la ostentación suntuosa y llamativa de su persona.
Cargado de proyectos ambiciosos, daba la impresión de estar ensayando y acometiendo la obra transcendental de su vida que no acabaría de realizar. De ahí que resulte el poeta más discontinuo y menos enciclopédico de los poetas que de veras cuentan entre los aragoneses de posguerra. Entre lo proclamado y realizado, debía atravesar zonas en sombra que no acababan de iluminarse. Así, nada sabemos de Privilegio de lo grave, que tan sólo conocemos por el título. Piénsese que, desde los finales del 50 hasta el 70, tan sólo publica el brevísimo El cantar de los cantares (1959), más plaquette que otra cosa; el poema unitario Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (1960), de desmedida y efectista titulación, y Las islas y los puertos (1960), más ajustado a su sentir, y que, por cierto, vendría a engrosar la única obra con alcance de libro, Acerca de las trampas (1970).
Se movió, con no resuelta decisión, entre la factura tradicional de sus composiciones de verso riguroso, ritmado y rimado, y las composiciones en verso libre de amplio discurso con sugestión eliotiana; entre la obediencia a las prescripciones crítico-sociales de la época y el ensayo de nuevas expe-rimentaciones, con las que podría haber conectado con las nuevas promociones. De ahí el carácter misceláneo y entreverado que ofrece su poesía. Al final, no logró superar la andadura discontinua y a saltos que define la marcha de sus versos, pese a que siempre le tentó el poema de corte y visión unitarios. El fuego de la Historia, aparte de algún momento iluminado, no nos permite suponer que Gómez rebasaba la calidad de sus anteriores entregas zaragozanas.
Si mis previsiones resultan ciertas, y ojalá me engañe, Julio había dado la medida de sí antes de marchar definitivamente en busca de otros climas más acogedores. Fue un poeta discontinuo, es cierto, pero liberó instantes de rara intensidad y brillantez, arrancados a la fugacidad de su vida. Aunque conocíamos sus dotes para la obra bien hecha y acabada, quizás debamos celebrar que escribiera lo justo y que nos dejara unos poemas que le permitirán figurar en la línea antológica mejor y más exigente de la poesía aragone-sa.
La imposibilidad de despegar de un centro lo dispersó por el mundo en la persecución oxi-genante de sus centros, sus par-ticulares paraísos. París, Ma-rruecos o Las Canarias cons-tituyen la proyección imagi-naria de su centro totalizador, dentro de una trayectoria vital y marginal que resume su an-sia de libertad. Sólo huyendo de sí mismo y del mundo para encontrar su mundo, labró sin quererlo su leyenda. La leyenda inventada por quienes, durante más de veinte largos Knight 14, Juan Hernández años, lo mantuvieron en el más completo olvido. Pero debemos celebrar que sea así, hasta que sus versos sean leídos con el merecimiento que reclaman.
Retrato de poeta
Ángel Guinda
J |
ulio Antonio Gómez venía de un poema no leído por nadie. Hablaba con la boca del corazón –dicharachero, ocurrente, alguna vez genial– para vestir de fiesta el ámbito enlutado, desde el sepelio clandestino de su alma y de su sexo. Pero decir, decir, decía con los ojos, cráteres del lado oculto de una luna espejo de todas sus tinieblas: negras como un pozal lleno del carbón avivador de esas brasas que dejan los amores perdidos cuando llega el invierno del adiós. Miraba con las manos, unas manos redondamente abiertas a todos los derroches, a todos los prodigios; manos cuyos débiles dedos acababan de acariciar hacia la poesía, que se escribe con vida. Sus presencias, aquí o allá o en ningún sitio, más que comparecencias eran apariciones. Estuvo siempre solo, terriblemente solo, condenado a dar compañía a su propia sombra.
Vivió mucho, murió más, editó bastante, escribió poco y bien. Porque era de los mejores, de aquellos que saben y practican que no se debe escribir poesía impunemente. Sus gestos fueron gestas; sus silencios: poemas; su alejamiento: una proximidad. Bebía, cuando no vivía, para recordar el futuro y olvidar el presente, también para habitar en los otros que nunca le habitaron. Amó como un eterno enamorado; como el gran amante que no ve nunca el peligro y, si lo ve, no lo teme. Amó los más hermosos cuerpos varoniles porque él tenía una de las más bellas almas femeninas que he conocido nunca. E incluso su ausencia fue un acto elegante y generoso, un ceder la palabra. Iba hacia un poema que nadie escribirá.
[1] "Acuérdate de mí".
[2] Número 7 (Agosto de 1963), s. p.
[3] Resulta complicado establecer en esta estrofa un sentido inteligible, incluso si reordenamos un pretendido esquema gongorino y aplicamos el método de Dámaso Alonso para su revelación. Todo el poema pretende por todos los medios, aun permitiéndose alguna licencia sintáctica y retórica (nunca regulares), significarse como un drama íntimamente ligado a la existencia. No es obvio lo que digo porque el poeta pudo muy bien tirar por el camino del medio (lo hace por el del miedo) y seguir alentando los escorzos formales hasta disipar el contenido en un árbol morfológico que nos impidiera ver el soto. Como digo, esta estrofa parece escaparse de la pluma de Julio Antonio Gómez para entregarse a la subconsciencia. Por lo tanto, la interpretación que hago debe entenderse como meramente preventiva.
[4] Es error o errata (probablemente esto último); no creo que Julio Antonio Gómez forzara el diptongo como licencia poética para ajustar el endecasílabo, pues, aunque la mayoría lo son –endecasílabos–, hay, sin embargo, tres decasílabos.
[5] Extrapolación: F.A.S. (siglas nominales de un adolescente originario de una localidad costera alicantina), después de haber asesinado a su novia, declaró ante el juez: "La maté porque tenía miedo de no quererla algún día".