Fundacion Alambique para la Poesía

Materia de miedo

 

Quizá pudiera servir como pertinente escena

aquella en la que alguien entra de noche

en una deshabitada mansión

mientras en el piso de arriba

parece escucharse

el sonido de una vieja gramola.

Aterra lo que solamente intuimos,

el tableteo de la incertidumbre en su descarga.

Quién dispuso esta alta condena,

la resignación a ser rozadura.

A qué linaje de temblores nos aferramos.

De miedo somos,

materia de miedo sobre un alambre

que no termina de ceder

en la funámbula tarea

de cruzar la vida.

Aciertas a encontrar la gramola

y en la habitación estás tú mismo

eligiendo la música.

Fernando Anaya


 

Como el dolor se adelanta a la sangre

y la sangre de hoy tiene un dolor caducado

que puede renovarse

golpeándose uno mismo la misma herida.

Esa herida

como la firma de un indescifrable pacto

entre lo real y lo que es mío.

Esta herida que hoy arrastro

como quien entra en el cine con sombrero.

Como esas cartas que al leerlas

uno siente la voz del otro.

Una voz visitada y visitante

que cierra la puerta al salir,

tan despacio

que se pisa la sombra al caminar.

Daisy Villalobos


 

A Félix Grande: poeta de luz y oro

 

Tiene la poesía duelo eterno,

Las adelfas guardan procesión

Y los nenúfares sienten el invierno

Por el silencio hondo de un renglón.

Una canción muere, siente la pena.

El flamenco sufre su quietud.

Félix Grande, poeta en luna llena

Dejó una sombra en el laúd.

Paquita y Guadalupe guardan luto

De negro como Bernarda, sufren tanto

Porque hay algo triste, callado, hirsuto

Cuando muere Félix. ¡Qué espanto!

Callan los versos, sufre Horacio Martín,

Sus rubayatas ya no son tu sombra.

Has marchado, desterrado a otro jardín

Y hoy la poesía no te nombra.

Félix, ¿existe Dios o fue un sueño?

¿Dónde está el cielo prometido?

¿Vas navegando hacia un amor trigueño?

¿Dónde está el niño que tú has sido?

Hoy se calla el mar, la tarde

Esplende de violetas y jazmín.

¿Cómo es la pira en la que arde

Tu cuerpo de oro en ese otro jardín?

Te recuerdo de cabellera blanca adormecido

Entre una copa y una risa juvenil.

Félix Grande, poeta de oro revestido,

Ojalá brilles, a lo lejos, en este nuevo abril.

Pedro García Cueto


 

Si quieres,

piensa en mí desde tu altura.

Eso despertará la ilusión que,

perdida a tu marcha,

me doblegó ante el mundo

con su insoportable carga.

Prisionero de estas cadenas indelebles

y herido por el dolor  

de un sentimiento incompartido

que me roe las entrañas. 

Dolor que cede con la noche,

renaciendo furioso al alba. Todo

por no querer amarte como a una diosa,

humanizándote

con el fuego de mi pasión.

Jesús García Moreno


 

Carpe diem

 

El laureado poeta latino Horacio, que escribió

Odas y Epístolas a sus contemporáneos,

no se dejó seducir por el lujo y la riqueza

de los magnates y los emperadores.

A ellos dedicó sus sátiras feroces y los epodos.

Horacio, que fue poco tiempo soldado,

alabó la vida tranquila y la felicidad

de las cosas sencillas. Fue el beatus ille

que prefería la vida campesina a las lisonjas

de la Corte romana y sus sucias intrigas.

También escribió Horacio: carpe diem

quam minimun credula postero. Vivir

cada momento como si fuera el último.

No pensar el incierto mañana, sólo

con intensidad y pasión vivir el presente

fugaz y caprichoso como el humo.

Si alguna vez intenté seguir la máxima

sabia y despreocupada del poeta de Venosa,

en la Basilicata, pronto abandoné sus preceptos

y convertí mi vida en una lucha desigual

con el destino y con la adversidad. Abandoné

la armonía y el sosiego de la orilla del mar

y en la ciudad traidora se han cumplido

mis años, agoté mi juventud y ocupé

su tiempo y el de la madurez

en trabajos inútiles y en pasiones fugaces.

Ahora, cuando ha llegado el momento

de la vejez y de la humillación, recuerdo

con melancolía e impotencia los días

que perdí sin gozar suficiente

que el mañana es incierto y de nada

podrá salvarnos haber perdido inútil

la juventud que un día nos entregaron

como un regalo tan breve y pasajero.

José Infante



Con ojos de papel

 

A golpes de tu mismo amor cuando se entrega,

va saltando a pedazos tu arquitectura.

Amanecer, nacer, acatar esa luz.

Tú irás rompiendo estrellas,

pero no dejaré de bañarme infinito

sobre los muertos de mi camino.

Granos de arena va soltando tu piel,

coloreando el camino, modelando tu esqueleto.

El cansancio, enérgico; su postura.

Y, entre las manos que destrozan las cosas queridas,

se irá desgranando, apenas perceptible, tu sonrisa.

La dentadura que perfila la aurora

cuajará solidez al peso de la luz.

Anocheció. La luna herrumbrosa

dejaba reposar gotas de lluvia amarilla

sobre la tierra.

La luna y yo bailamos

con los cantos sin ese del sur.

Frente a frente reímos, de luz a luz.

Soy una sombra de la sombra

a quien la noche embravecida se adelanta.

Distraído el polvo se levanta.

Gime a lo largo de la luz.

A veces canta o duerme.

Nada es lo que a su paso aguarda.

Incluso, a veces, es nada lo que sueña.

Nacida en la disyuntiva, entre Einstein

y la pavorosa caída de una piedra.

He nacido cien veces todavía,

y aún la luz nos hiere.

Sabios de cañamazo, bordadoras en fichas de IBM.

Hoy lo veo todo en blues de poniente

que ondula la ciudad.

Junto a un presagio de esperanza,

la tristeza fluye.

Abandono la miseria, la mugre y el olvido.

Y vestiré a la envidia de payaso.

Yo era de aire y pasaba

entre ellos, de aire.

¿Qué esperáis del sol?

Morirá. Y, no obstante… 

La sombra de tu voz fluye al reencuentro.

Cada momento es muerto

en el instante que le sigue.

Con ojos de papel te miro.

(Década de los 70)

Marlén



Un Solo Dueño

 

La muerte siempre tuvo dos rostros,

Una  cara dulce y otra amarga.

A veces como brisa ligera

Que acaricia flores tiernas,

Y otras, colérica, desgarra

Las ramas retorcidas y secas.

Reposa en ella esperanza,

De ella huye la soberbia.

Dos caras siempre la muerte tuvo

Y siempre tuvo Un Solo Dueño.

Un nuevo placer contemplar

Es un nuevo placer contemplar

Las estrellas estas noches frías

Al salir del rezo. Oh, gracias, Allah.

Desciendo las calles estrechas

Y empinadas del pueblo viejo,

De un cristalino azabache

Aire transparente. Gracias, Allah.

Envuelto en mi chilaba rifeña,

Saludo a los pocos transeúntes

Que me encuentro y se sorprenden

De mi castellano sin acento.

Oh, muchísimas gracias, Allah.

Abdullah Carrillo

 

 


Un hombre feliz

 

 

a Agustín Porras,

mi valedor, mi amigo.

 

Fue feliz compartiendo

los cantos y las risas,

la pobreza, el dolor;

retozando en la hierba,

en playas, montes, dunas;

comiendo y bien bebiendo.

Alegre a pleno sol

llevado por el viento,

solo en el descampado

o entre la muchedumbre.

Fue feliz de estar vivo

y afrontar las desgracias

ajenas como propias,

sereno o agitado;

liviano haciendo el muerto

sobre el manto del mar.

Fue feliz desterrado

de la realidad.

Feliz bajo la noche

coronada de lámparas,

en batallas de amor

que hacen temblar las sábanas.

Fue feliz derribando

murallones de lágrimas,

hablando con los astros,

escuchando a la muerte.

No descarta

ser feliz bajo tierra

mientras sigue la vida.

Ángel Guinda


 



El Eresma, cerca de Valsaín

 

Helechos que se peinan a raya,

Pinos altos como cíclopes de un solo ojo,

Esbeltos como bailarinas con cónicos pendientes.

Enmarañados en la tela de araña

De las copas de los árboles, soles de mediodía.

Robles de florecientes raíces,

Cuyos ápices de cola de serpiente horadan

La tierra uniendo los troncos de un solo árbol.

A diferencia del mar que respira,

La comisura de los labios del arroyo

Abre curvos cauces a hilillos de saliva,

El avatar de la savia de las hojas,

La herida que sangra en un rostro humano.

Y su murmullo imita el canto de las aves,

Mientras la oscura sombra de los pájaros

Ha quedado prendida en la superficie

De las frías aguas, abajo, entre los surcos

Que dejan las piedras resbaladizas.

Un amable aspecto de la indiferente naturaleza,

La peligrosa amante desprovista de ternura

Que invita a adormecerse en el estero.

Paseamos en fila sobre la inmanente unidad,

Buscando en silencio los escorzos del cambio,

En el sendero de huellas de ganado ausente.

Y ramas y troncos pelados entre tanto mueren

Sobre la transparencia plata del caudal.

Aquí el tiempo es derivado del recto camino de arena

Y del curso del sol y de la luna latente,

La profunda soledad sobre un decorado esmeralda

En el lecho junto a las montañas, atravesado

Por puentes de piedra y acueductos de madera y sillar…

Gonzalo Camarero


 

Giverny: vereda entre los iris

 

 

De los pies a los hombros sube

el cosquilleo.

No hay una explicación

para sentir, en un paso y otro,

la docilidad del latido.

Te podría contar

que el viento del oeste

despeina a las chicas malvadas,

las mismas que aletargan

a los que juran

no te olvidaré,

o que el color azul,

casi morado, se entrega

al gozo de surgir

de nada, de un toque sutil

de deseo, de nada, de algo

que me trae un vencejo

desde el río.

Sí,

podría detenerme a hablar;

sin embargo, prefiero

continuar en esta senda

que me encamina dónde.

María Antonia Ricas


 

 

El único superviviente

 


Me marcho a mi reserva natural

para estar solo.

Lejos de los horarios y de la gente,

a empaparme de estar conmigo,

a muchos kilómetros del trabajo y de la prisa,

de internet y de los cumpleaños,

de los centros comerciales y de las brújulas,

de la crisis y de los partidos de fútbol.

Aquí mi australopitecus se cura

bebiendo agua fría de los ríos,

durmiendo sin parar al raso,

escuchando el crecer de la hierba

(y la zambullida de la rana a la que se refería Basho),

cogiendo las piñas más altas,

agradeciendo el Mozart de la berrea y de los grillos,

dando rienda suelta a mi flora y a mi fauna.

Un Robinsón Crusoe que no quiere encontrarse

ni con Viernes en la isla.

Algunas noches oscurísimas

(hermanas de la primera que vivió Adán)

me crece el sarpullido del miedo

(nadie puede arrancarse de raíz la sombra

del cáncer, el paro, la infidelidad,

la hipoteca, el subconsciente y el infarto).

Aquí planto mi corazón salvaje

fuera del reino de los hombres,

así ya estoy lejos de las conversaciones vacías

y no tengo que quedar bien con nadie

porque me sobran todos los espejos.

En plena mismidad

mi instinto enciende

su pelambrera al por mayor.

Levanto otra ciudad purísima

calentándome con mi sangre.

Trato de reconocerme

en este ecosistema de ser

solo un solitario a solas bajo el sol,

el único que queda de mi tribu.

Santiago Sastre


 

 

Me muero

Me muero

Luis Buñuel

antes de expirar

Me muero.

(alguien deja la ventana abierta y el niño come naranjas)

Me muero.

(una mano sujeta la mía entre las ruinas mientras siguen cayendo

los misiles)

Me muero.

(una mariposa se posa sobre mí, enamorada de mis iris quietos)

Me muero.

(siento mis pies rígidos como ladrillos, listos para engrosar el gran muro)

Me muero.

(sorda por los mosquitos se queda la ciénaga)

Me muero.

(pero fue el diagnóstico meses antes el que acabó conmigo)

Me muero.

(mi cerebro segrega hormonas eternas, siento arder un fuego)

Me muero.

(se aleja la Mamba Negra, mi machete tiembla clavado sobre la tierra)

Me muero.

(quiebra mis costillas alguien que intenta reanimarme)

Me muero.

(una lágrima resbala por mi mejilla, la enluce como el barro)

Me muero.

(mis venas son neones en la noche sublimadas por un chute)

Me muero

(alguien me suplica quédate papá aquí conmigo)

Me muero.

(soy un amasijo de carne entre los hierros, suena el claxon)

Me muero.

(arriba queda el temporal, mi cuerpo se hace marea de lo profundo)

Me muero.

(los ojos de mi asesino se me clavan más que su cuchillo)

Me muero.

(alguien me dice que me quiere mientras desconectan la máquina que me mantenía vivo)

Me muero.

(me arde el pecho, la acera es un tobogán negro por donde resbalan

sombras de niños)

Me muero.

(no sé cómo decir adiós en el idioma de la traqueotomía)

Me muero

(una hiedra espinosa se enrosca a mi columna más rápida que el trueno)

Me muero.

(no llegan mis brazos alzados al otro lado del océano)

Me muero.

(mi cuerpo suda hielo a los pies de mi verdugo)

Me muero.

(huelo el amor de la mañana con mi cara hundida en el huerto)

Me muero.

(disparo al aire mientras me arrodillo, escapa mi enemigo)

Me muero.

(y yo sin hacer la cama, quién limpiará mañana esta casa)

Me muero.

(qué rápido ha dibujado el suelo la caída abajo del puente)

Me muero.

(mi último suspiro sabe a uno de sus besos)

Me muero.

(dejo toda mi riqueza a los cuervos de mis hijos)

Me muero.

(un haz luminoso se abre desde mi ombligo, a través de los cartones, hasta

el cielo)

Me muero.

(muerto en vida dentro de la celda al fin correré libre por las galerías)

Me muero

(un sauce me cierra los párpados con sus hojas)

Me muero.

(me duerm...)

David Trashumante


 

Me voy con el tiempo aquí pasado.

Y no me dejo nada por olvido.

Si algo queda de mí, no fue descuido.

Ya digo que me llevo lo encontrado.

Si alguien halla por ser yo descuidado

una cosa que me ha pertenecido,

que no me la devuelva desprendido.

Es el dueño de ella, la ha heredado.

El tiempo que me llevo de recuerdo

tiene todas las caras que aquí he visto

mudar en fases tal la blanca luna.

En mi retiro a solas, donde pierdo

y gano de la vida lo previsto,

las miraré despacio, una a una.

Santiago Ramos Plaza

(Del libro inédito La muerte que traen los días)




Hombres comunes

 

 

Los que escriben autobiografías ajenas.

Los ambiguos y estoicos.

Los que inventan idiomas para callar a tiempo.

Los generosos en el error.

Los que incuban en el microondas

amanitas phalloides.

Los equilibristas.

Los que dicen palabras que pesan como piedras.

Los que guardan su yo

como santa reliquia.

Los que dibujan contornos a charcos de cristal

en cuyo fondo limpio salta un haiku.

Los que se oponen por principio

y caminan en dirección contraria.

Los que corren tras el propio sombrero.

Los ausentes.

Los otros.

Los demás.

Hombres comunes,

elementos extraños de una desbandada

que se aleja y dispersa.

Una moneda al aire

en el cielo cansado del domingo.

José Luis Morante

 
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