La poesía de Alejandro Céspedes
Inés Ramón
A |
lejandro Céspedes irrumpe en el panorama poético de los ochenta con una voz contundente que expresa, con admirable eficacia, una visión trágica del hombre donde el conflicto (amoroso, existencial, de identidad) revela la ausencia y la nada que habita en cada uno. Hay, sin embargo, una mirada profundamente lírica que recorre toda su poética, una singularidad que la crítica ha destacado: Pedro Flores, entre otros, califica a la poesía de Céspedes como “una construcción sólida, pero de ninguna manera rígida, luminosa y generadora de buena sombra a la vez; bien cimentada en el suelo, pero de vocación aérea. (...) Una casa, una poesía habitable, un lugar que nos da la comodidad y la calidez de la cercanía a la vez que la dosis de misterio, de enigma que ha de conciliar toda buena poesía”.
Corresponden a una primera etapa en su poética, entre los años 1979 y 1990, James Dean, amor que me prohíbes (Pamiela, Pamplona, 1986); La noche y sus consejos, (Genil, Granada,1986); Muchacho que surgiste (Scriptum, Santander, 1988); y Tú, mi secreta isla (Plaza de la Marina, Málaga, 1990). Estos libros fueron posteriormente reunidos y reescritos bajo el título Y con esto termino de hablar sobre el amor (2008). Desde este comienzo ya es notable su compromiso con la escritura, que le llevó, a partir de obtener importantes premios literarios, a ocupar un lugar destacado dentro de la poesía española joven. Juventud que, sin embargo, no mengua la madurez expresiva de una trayectoria lírica que inaugura con James Dean y que continúa unitaria, honda e intensamente emocional, hasta la aparición de su obra reunida Sobre andamios de humo (2008). De la misma manera, en estos poemarios iniciales ya se perfila con nitidez una marcada preocupación por la realidad; hay una conciencia social que transita toda su obra hasta Topología de una página en blanco. Aunque son muchos los aspectos que aborda la poesía de Alejandro Céspedes, algunos de ellos reseñados magníficamente por la crítica, en esta lectura decidimos considerar destacable esa mirada empática que el poeta vierte hacia el ser humano en su aspecto trágico: el dolor, la soledad, la muerte, la marginación, el tiempo en fuga irreparable. Una mirada que escruta y revela el desgarro emocional de una vida poseída por la muerte. La radicalidad de esa mirada implica, necesariamente, una actitud crítica, una interrogación constante y una búsqueda, siempre infructuosa, de sentido.
En la etapa juvenil su poesía ya asume esos riesgos que, en su evolución posterior, se consolidará como una actitud insoslayable. En James Dean, amor que me prohíbes, habla con absoluta naturalidad del amor homosexual, y es capaz de crear textos donde conviven la narración, la reflexión, el lirismo y una intensidad tal que logra romper el tabú que había vedado hasta entonces a la palabra poética la expresión genuina de su verdad. La poesía de Céspedes tuvo la virtud de derrumbar la opacidad de lo diferente con una irrupción súbita y liberadora en la que el amor y la muerte son elementos indisociables a partir del recuerdo: “Se aman porque odian / el sepulcro de los desasosiegos”. También es notable la influencia de San Juan de la Cruz; Céspedes utiliza expresiones propias de la poesía mística trasladándolas con absoluta propiedad a un contexto laico: “El amor es una llama con apetito de arder más”. Cita a San Juan como cifra del poema donde el amor incestuoso adquiere un itinerario y carácter místico en sus etapas de contemplación, adoración y éxtasis.
El deseo como pulsión irrevocable, el inevitable desencanto, aquella niñez “preñada de barrotes”, cuando —citando a Blake— “el amor, el dulce amor, era pecado”; lo prohibido, el temor, los “peligros / que están en la otra orilla del deseo”; las drogas, la muerte, el desengaño, la soledad, el silencio, el tiempo como pérdida, las máscaras que va asumiendo el amor para expresar su inexistencia, dibujan con minuciosidad la abismal cartografía de la desolación:
Qué fácil ser Jonás
en aquel tiempo donde
todos éramos hijos
del vientre de algún pez
y, aun tras el peor de los desastres,
éramos vomitados al borde de una playa
para poder, igual que los recuerdos,
seguir sobreviviendo a los naufragios.
Formalmente, en esta etapa, su poesía recrea, con notable maestría, las formas clásicas en las que abunda el verso endecasílabo, concediendo a su verbo una exquisita musicalidad y armonía. El uso de la metáfora y otros elementos de la preceptiva descubren una síntesis que conjuga elementos retóricos de origen clásico con lo cotidiano y lo efímero del hombre. Lo destacable —ya que esta poesía de Céspedes se sitúa en un tiempo en que los potsnovísimos habían marcado tendencia— es que su expresión estética y su empuje retórico siempre han estado al servicio de una creciente intensidad emotiva.
En 1994 Alejandro Céspedes obtiene, con Las palomas mensajeras sólo saben volver, el premio Hiperión de Poesía. El desengaño continúa marcando, en este nuevo trabajo, el tono poético, aunque ya se aprecia una notable evolución formal (que continuará en su obra posterior) y una madurez expresiva puesta al servicio, una vez más, de su singular percepción de la condición humana. El amor, aquel “dulce amor” de la juventud, ha de tener otra faz: la de la no trascendencia. Lo perecedero, fugaz y breve de la vida se descubre a través del desengaño, que esfuma lo aparente y manifiesta, en una percepción nítida, la caducidad, la inexistencia de todo afán. En este tránsito a través del desengaño, el extrañamiento instaura la imposibilidad de cualquier certeza.
La muerte está creciendo
en ti como un silbido.
Te está llenando el tórax. Cuando expires
aire sólo será lo que tú fuiste.
¿Quién lo respirará, dónde ese aliento?
La muerte adquiere, en Las palomas..., el rostro apenas esbozado del SIDA. Aunque no hay una referencia explícita, la crítica señala que la “savia contagiosa” remite a dicha enfermedad. Aquí la poesía de Céspedes adquiere un tono elegíaco, no sólo por la expresión del dolor ante la pérdida, sino también como reflexión sobre el antes mencionado aspecto trágico de la vida. No se percibe una búsqueda de consuelo en su escritura; hay, sin embargo, una actitud de aniquilada rebeldía al romper el silencio acerca de la marginación social que circunda a la enfermedad. Es interesante notar que la poesía, entonces, ella misma como género marginado en el campo cultural a finales del siglo veinte, ofrece la alternativa de socavar y subvertir cierto pensamiento de carácter moral y adquiere una expresión libremente intransferible que le permitirá revelar y reconstruir una subjetividad prohibida. En ella el sujeto lírico manifiesta con hondísima emoción –y una autenticidad que estremece al desnudar la angustia– el desgarro ante la separación.
La escarcha que se asoma detrás de los cristales
se afila en una larga estalactita
que es preciso beber para saber que estamos
juntos.
Enlaza la vida y la muerte. Eros y Thanatos en unión indisociable. La muerte en su particularidad y, por lo tanto, en su universalidad. Nostalgia y escepticismo se unen como versiones de un mismo desconcierto.
Sé que te estás muriendo entre mis sábanas.
Que me estás agarrando como a un pájaro
y encerrando en la jaula del recuerdo.
Pero acudo al reclamo
aunque no haya horizonte en lo que ofreces.
Al apoyar la frente
sobre el sudor que mana en tus mejillas
como un claro en la selva
se ilumina el abismo de tus ojos.
Sé que no hay horizonte
más allá de las bocas que ahora unimos,
pero intenta dormirte
mientras besas,
mientras sueñas,
terminas.
Y es en el momento de la muerte donde la ternura alcanza el nivel más desgarradoramente intenso:
No sé si hubo el dolor,
pues era una costumbre entre nosotros.
Sólo un fragor de manos enlazadas
llamando a cada dedo por su nombre,
prolongaba el aliento que se iba
Otro de los temas que ocupan toda la obra poética de Céspedes es el tiempo en sus diversos aspectos. Los vínculos entre el pasado y el presente, el extraño modo en que ambos tiempos se entrelazan, forman la trama, a veces invisible, que sostiene un continuo retorno. Dante situó en el octavo círculo del Infierno, con el rostro vuelto hacia la espalda, condenados a retroceder eternamente, a quienes osaran adivinar el futuro. Céspedes, nuevo habitante del rigor dantesco, sospecha que sólo volviendo el rostro hacia atrás, uniendo y tratando de descifrar los signos oscuros y dispersos del pasado, es posible anticipar esa otra dimensión de lo humano que acecha en el futuro.
Yo también fui un dios joven
y aprendí a caminar sobre las aguas.
Pero a aquella inocencia
la sujetaba un nudo de promesas.
No existía el recuerdo
y la memoria era
esplendor en la hierba todavía.
La vida era ilusoria.
Después se hizo real, y ahora ya es cíclica.
Paloma mensajera
que únicamente sabe
volver, una vez suelta, hacia el origen.
Hay una anticipada conciencia de derrota, porque “vivir es reincidencia / contemplar cada ciclo del eterno discurso / que va precipitándose por un cuello de vidrio”. Hay, también, la lucidez que percibe la irrefutable inconsistencia de todo ser y de todo lo vivido. Y, desde ese abismo existencial donde cae el poeta en su intento por aprehender el instante en su fugacidad, se desplomará nuevamente el verbo, como la roca que vanamente intentara levantar Sísifo. Igual de absurdo será cometer “el error de la esperanza”.
En su siguiente libro (Hay un ciego bailando en el andén, Hiperión, 1998), Céspedes continúa avanzando en la evolución formal que le conduce a despojarse de todo artificio retórico y a volverse hacia una poética reflexiva y existencial, donde el sujeto lírico aparece escindido en una dolorosa búsqueda de identidad. Céspedes indagará en el “otro” que le habita desde la extrañeza y el estupor de saberse separado de los demás y de sí mismo.
En qué lugar de mí
se agazapaba el hombre
que me iba a mirar como a un extraño.
Reflexiona sobre esa escisión primordial que quiebra la unidad del hombre, la otredad, desde la certeza de ser, como dijera Octavio Paz, carencia y búsqueda.
Para saber de ti grito mi nombre
y es circular, concéntricas
las sílabas resbalan
para llegar a ti,
y al rozar suavemente
tu intáctil superficie
extiendes sobre el agua
las ondas de la huida.
A diferencia de Octavio Paz, quien considera que el amor realiza en el hombre el prodigio de la complementariedad (“sólo en mi semejante me trasciendo”); y de Borges –bien conocida es la profunda reflexión en gran parte de su obra sobre este asunto–, quien concluye que “los otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra”, Céspedes introduce una nueva mirada sobre la otredad: su poesía plantea la ruptura de una visión reiterada en otros poetas; no hay, para el poeta gijonés, un diálogo posible que pueda trascender la ausencia y el silencio.
Quiero saber si fui todos los hombres (…)
O si, como presiento,
todo existe, y no me necesita.
Nada anulará la distancia con el otro. No habrá aceptación, ni búsqueda de completud. En Céspedes, la otredad es llaga que no acepta paliativos. Ni aun la muerte reducirá el vacío.
Ya descansan los hombres
sobre el lecho mullido
de su propia carcoma.
Sus mandíbulas ríen, aunque el gesto
ha forzado los goznes de la risa
y enseñan su vacío.
Un hueco irrellenable.
Su poesía, por tanto, plantea una ruptura con cualquier postura conciliadora y constata el vértigo de la caída hacia el no ser, que concibe la otredad como vacío. “No ser / para volver a ti”. El ser y su contrario en convivencia plena.
Habitas en la arena de un reloj
en el que los dos somos
lo mismo y lo contrario.
El espacio y el tiempo se conjugan en la poesía de Céspedes para evidenciar sin fisuras el sentido de ausencia que impregna su poética.
Hubo un tiempo anterior
donde era libre
de inventarme los nombres de los días.
(…)
Oigo que alguien repite
mi nombre en la distancia
y al volverme
veo que cada sílaba
al caer
abre un hueco
en la espinosa selva
que frente a mí se alza.
No habrá salvación posible y la otredad, que todo lo invade y todo lo domina, abrirá las puertas del abismo:
Quisiera no ser yo.
Burlar a este traidor
que está dentro de mí.
Y está venciendo.
En el año 2008, Alejandro Céspedes obtiene el XIX premio de poesía “Blas de Otero” con su poemario Los círculos concéntricos. El carácter narrativo es lo primero que llama la atención en este libro. Como ha señalado la crítica, Céspedes posee una gran destreza en la utilización de los diferentes géneros literarios y, pese a la narratividad mencionada, crea una exquisita prosa poética. Quien narra la historia es Aurora: a través de ese yo lírico femenino, transmite magistralmente la magnitud del desamparo, la punzante complejidad del dolor vivido por la protagonista como víctima de abusos sexuales. Céspedes continúa con su evolución formal creando en este libro, de nuevo, una estética puesta al servicio de una mirada eminentemente lírica y comprometida con la realidad: hay una nueva forma de decir que invariablemente sorprende y conmueve al lector.
Cada poemario de Céspedes se presenta como un todo unitario, una entidad viva y orgánica capaz de sumergirse en las esferas más profundas y complejas de lo emocional, remitiendo, inequívocamente, al constante vértigo de la caída, del sufrimiento humano, siempre con una voz plena de musicalidad y significación. Como diestro alquimista, Alejandro Céspedes logra transmutar el dolor en belleza: Los círculos concéntricos es un libro bello y terrible. Su lenguaje transita y constata lo insondable de la dimensión emocional en una niña que sufre agresiones sexuales. El desengaño (tema tan presente en los trabajos anteriores de Céspedes), la angustia, el desaliento, adquieren una conmovedora magnitud en la ingenua voz de Aurora. Su inocencia, su nunca agotada interrogación por los límites, por la pesadilla, por el recuerdo, dibujan en la escritura de Céspedes una visión desgarrada del exilio y la condena:
Pero ¿si no hay frontera? ¿Si yo no he tenido nunca territorios prohibidos ni a los labios ni a las manos? (…) Si no había frontera ¿cómo iba él a traspasar qué límites?
Al referirnos a esa mirada empática que el autor vierte sobre lo humano, podemos advertir también que su poesía libra una lucha encarnizada contra el silencio: hay una voluntad poética de dar voz a seres marginados, silenciados, y de resistir a su injusta opacidad:
Por mí habla el eructo del silencio porque tragué silencio hasta saciarme.
Soy Creusa y soy Casandra, violada por un dios y no creída.
El “para poder ser / he de ser otro” de Octavio Paz, se convierte en vértigo absoluto en el “duplico mi binomio, mi vacío. Dos en una. Cada una perforándose más, yéndose al fondo. (…) Somos dos y ninguna”. Esta apreciación, que se vincula de manera estrecha con la otredad, es un constante descubrimiento de la ausencia: el vacío, la inexistencia y la incertidumbre que Céspedes vincula al silencio y a la nada. Por otra parte, resulta significativa la utilización de la intertextualidad bíblica: “Todo está consumado”, manifiesta Aurora (en James Dean habíamos leído “todo está consumado / excepto el silencio”). El desencanto existencial que conduce al hombre al “Ser para la nada” de Heidegger, se abisma en una amarga transgresión del sentido originario. “Consumado es”, había dicho Jesucristo en la cruz como síntesis de la victoria espiritual que para la humanidad suponía su sacrificio expiatorio. En Céspedes es sentencia que se cumple dramáticamente en el destino de Aurora. Impresiona la paráfrasis, por lo brutal de la contradicción en el pronunciamiento, y el fracaso del mismo, que no sólo muestra una visión dramáticamente desesperanzada, sino que permite vislumbrar la injusticia divina como única respuesta mientras la condición de extravío perpetuo del hombre adquiere una irrefutable categoría ontológica:
Todo está consumado y sé que es imposible apartar de mí el cáliz aunque haya bebido de él hasta saciarme
Su poesía es poderosa, como podemos constatar en su siguiente libro: Flores en la cuneta (Hiperión, 2009), poemario que obtuvo el XXV Premio Jaén de Poesía. La creciente lucidez de su verbo personalísimo es irreductible a un solo propósito. La intensidad, el indomable esplendor de sus palabras crea, esta vez, un espacio simbólico donde la polifonía de diferentes sujetos líricos comunica su experiencia con la muerte. Nos encontramos nuevamente frente al carácter narrativo de su poesía, cada vez más olvidado del “yo” poético de su primera obra, cada vez más despojado de lo retórico, con un preponderante carácter reflexivo. Aunque lo emocional continúa siendo un elemento incuestionable, lo reflexivo, lo simbólico, lo conceptual, incluso lo visual como elemento significativo, va adquiriendo mayor proporción en su poética. El motivo fundamental de Flores en la cuneta son los accidentes de tráfico, opuestos, en cada uno de los títulos de los poemas, al falaz lenguaje publicitario, que intenta seducir con productos que poseen la virtud de proporcionar la felicidad o la libertad. Céspedes descompone el andamiaje de tales mensajes con una sucesión desoladora de escenas de accidentes en la carretera, descritos con magistral eficacia a través de un lenguaje conciso y contundente y utilizando procedimientos muy próximos a lo cinematográfico, donde la muerte se manifiesta con absoluta crudeza. Se desprende de este libro un acento didáctico ejemplarizador que bien podría ser propuesto a los IES como material educativo, no sólo por su excelente calidad estética, sino, fundamentalmente, por ser un elemento apto para el desarrollo de capacidades reflexivas y críticas ante tan trágica realidad. El uso de un lenguaje cotidiano, la cercanía a una conciencia joven sobre los valores, el carácter narrativo de cada poema, la abundancia de elementos visuales en la construcción del texto, la ausencia de un posicionamiento moral, el hondísimo desasosiego ante el contraste de las dos realidades (la publicitaria como máscara de otra realidad atroz, pero habitual) hacen de este poemario una estupenda herramienta para aquel propósito pedagógico.
La prosa poética y la poesía visual y en verso se alternan en este título, también de carácter unitario, donde Céspedes lanza otra vez una mirada certera, lúcida, empática hacia el mundo que nos toca transitar, hacia la íntima contradicción entre la fragilidad y la búsqueda de trascendencia, entre la fugacidad de la vida y la convivencia con la muerte:
Pero el tiempo es sólo una cuestión de tiempo.
Esa velocidad con que adelantas la hora en los relojes que hoy crees irrompibles, acabará tomando las medidas exactas de los trozos de tus sueños.
Alguien que cree en dioses pondrá flores en alguna cuneta.[1]
La reflexión existencial sobre la muerte está presente de diferentes maneras en la obra de Céspedes. Habíamos observado, en libros anteriores, una poética de la ausencia y la expresión subjetiva de una inexistencia investida de silencio. Pero el concepto de muerte como esencia de la vida, su forma paradójica y cíclica, crea una visión de la existencia humana absolutamente desasosegante:
Lo esencial sólo ocurre cuando nadie lo observa. Descansa entre los pliegues de la vida. Se oculta entre el caudal de los instantes que llenan tu existencia. No sabes ni cómo llega a ti, ni a dónde apunta ese segundo fiel que te persigue desde la luz primera.(…)
Lo esencial, cuando llega, no hace ruido.
Eres el puto amo.
Y te lo crees.
¿Quién puede asegurarte que no tienes razón cuando repites que eres el único dueño de tu vida?
Topología de una página en blanco, último libro hasta ahora de Alejandro Céspedes, constituye una ruptura con toda la obra anterior. Rompe con la retórica, con la métrica, con los temas, con la tradición en la que estuvo instalado el autor y, sobre todo, se observa el definitivo abandono de la utilización de un yo confesional como vehículo para el texto poético que ya había comenzado en sus dos títulos anteriores a éste. Si en Los círculos concéntricos la voz del yo aparece trascendida, prestada a un personaje femenino, y en Flores en la cuneta se diluye hasta desaparecer en un conjunto coral y amoral que prescinde del sujeto poético y ahonda en su objetividad, en Topología de una página en blanco “el sujeto no importa” porque “todo permanece inconcluso entre el sujeto que actúa de sujeto y el personaje que actúa de testigo”. Y es cierto; en este libro se configura un texto en donde la ausencia del sujeto es asfixiante. Estamos ante un libro sin acción. Incluso cuando se utiliza la primera o la segunda persona del verbo no se tiene la certeza de quién o a quién se habla. A veces, como en el poema de la página 57, creador y recreador (usando los términos de Céspedes) no se distinguen. El lector, necesariamente convertido en coautor, ha sido succionado hacia la página: “unos ojos enhebran su hilo por el hueco de tus ojos / minuciosas puntadas confunden las costuras / las aprietan / con ese microscopio verifican / que la distancia que hay entre los dos / no tiene límites / ya ven / lo que tú ves”, para terminar con estas inquietantes frases: “¿qué será ser tú? ¿qué será no ser tú?”.
Céspedes nos muestra la existencia de un “yo” absolutamente impersonal y diluido que encuentra su forma en un “tú” al que de inmediato vuelve a hacer dudar de su existencia porque en ese instante ya ha sido transformado de nuevo en primera persona. Esta reversibilidad que convierte al lector en autor o que iguala e identifica a ambos sobre el espacio de la página es, tal vez, el principal mérito del libro. El texto de la página 69 nos cuenta asombrosamente de qué forma se produce este acontecimiento: “nos cruzamos, sabemos de repente que en ninguno de los dos quedan orillas”. Otras veces es el mismo espacio/página quien habla, no tanto como sujeto —que también— sino como manifestación de una presencia inevitable. La virtud de Céspedes es no hablar de la página (eso sería muy fácil), sino hacer que la página sea quien demuestre su existencia.
El autor nos anuncia en un breve texto preliminar que el libro reflexiona sobre los tres elementos esenciales de todo hecho literario: el espacio, el sujeto y el testigo. Y los trata no como partes divididas, sino completamente interdependientes entre sí, interrelacionadas constantemente mediante términos e ideas que funcionan como los enlaces de la red y hacen que el lector pueda moverse en todas direcciones; no sólo hacia atrás o hacia delante, sino hacia abismos o cúspides donde “aúlla su propio desamparo”. Cada uno de esos tres planos (página/soporte, autor y recreador) funciona simultánea y sucesivamente como espacio (espacio topológico) en donde los otros dos se desarrollan como materia reflexiva. Estos tres territorios de conocimiento y reflexión se suceden en el libro en ese mismo orden: primero, aquello que tiene que ver con el soporte; a continuación, lo que tiene que ver con el sujeto y la creación del texto mismo; y, por último, lo que hace al lector más radicalmente consciente de su papel en el poema. Pero —como hemos dicho— mediante textos interconectados a través de modos de conciencia que se mueven hacia múltiples direcciones.
Porque en Topología de una página en blanco la palabra poética, despojada de todo artificio retórico, se pronuncia como pensamiento en torno a las propias posibilidades y límites de representación. El autor investiga intensa y extensamente las posibilidades de un lenguaje vivo, mutante, a través de un complejo entramado conceptual y simbólico que posee la virtud de ser y producir pensamiento en el acto de creación. Si en algún libro se cumple la máxima expresada por Vicente Huidobro “Cuanto miren los ojos creado sea”, ése es Topología de una página en blanco, porque de los múltiples niveles de lectura que coexisten en este libro singularísimo el más llamativo es el que ofrece al lector la capacidad de participar de manera activa e inédita en la construcción del texto. Esto acontece en el espacio simbólico de esa página en blanco, “donde todo lo imaginado converge conecta continúa”. El poema se presenta bajo la forma de lo súbitamente inédito en cada nueva lectura e interpela al lector de un modo sorprendente e infrecuente. El poema posee la cualidad de convocarle, de abrir espacios para que éste pueda acceder y habitar el texto, y lo hace apelando e interrogando a su subjetividad. Topología de una página en blanco reclama en el lector la consciencia inequívoca de su propia presencia transitando por el texto. El autor cede su propia capacidad creadora, que se consumará en la mirada del lector: “y de todo tu cuerpo sólo quiere los ojos / para entrar / para verse”. Esa mirada no será una, sino que el texto se manifestará diferente en cada lectura. Su incesante renovación en diversos niveles perceptivos será proporcional al vínculo que el creador ha establecido entre el lector y el texto.
Durante la lectura y, en especial, después de cerrar el libro, el lector podrá asegurar que el poema le ha transfigurado. Será alguien revelado a sí mismo, alguien a quien el texto ha permitido explorar un amplio repertorio de emociones que le impulsará, necesariamente, a crear. No comprende, quizás, en un primer momento, que el poeta le ha invitado a correr el riesgo de ser un pensamiento que busca su propia revelación en el transcurso mismo de la lectura. El texto, por lo tanto, le ha restituido (en su sentido aristotélico) el ser: un ser “en acto”, aunque plenamente consciente de su propio vacío. En medio de esta compleja profundidad simbólica y conceptual, el poema, como una “frase sin sujeto, se mueve en el espacio de la pérdida”; en ese espacio abierto, en ese vacío, el autor invita al lector a “reformular la ecuación de los regresos” eliminando palabras: “quédate con los versos mutilados / y por esa ventana que has abierto / accede”, porque “sólo ahí [en lo incompleto] podemos encontrarnos / lo que falta nos nombra”, versos que nos remiten a lo esencialmente indiscernible, puesto que lo fundamental no es conocer, sino volver a desconocer. Es entonces cuando se vislumbra lo inaccesible, lo que carece de forma y fondo, pero cuya realidad emerge de manera contundente, de modo que es lo indecible lo que se presenta como lo más insinuante y revelador.
Topología de una página en blanco representa un quiebro estético de gran altura que rompe con muchos de los estándares de la poesía española no sólo contemporánea, sino de siempre, e incorpora un reto formal cuya propuesta se halla mucho más allá del encuentro armónico con la palabra dicha; está, por el contrario, inmersa en la hipótesis del feliz encuentro con la palabra por decir. Ésta es su competencia, pero —como lectores— exige que sea también la nuestra. Llevando hasta el extremo las palabras de Ángel González, “la poesía no admite lectores complacientes”, Céspedes pide más: “te exijo tener fe a ti que ya no crees”. En esta comunión que el poeta reclama al lector éste tiene que desaparecer, desprenderse de lo que se supone es su papel para hacerse él mismo un poeta con el texto; de ahí lo inabarcable de un libro que siempre está en permanente concreción: “un ojo cerrado / será una entrada...”; y lo inacabable de un libro porque no tiene fondo. Es el propio lector —en función de su propia capacidad y voluntad— quien dispone el último sustrato. El autor va dándole las llaves para seguir descendiendo, para abrir cada nuevo texto —textos que a veces usa únicamente como recordatorio de lo dicho (“en cada viejo estrato surgen...”)— para que no se olvide cuál es el papel de su lector.
Topología de una página en blanco es más que una poética, es una autopsia de cómo se producen las ideas poéticas, y digo autopsia sabiendo lo inapropiado de este término porque pocos textos hay más permanentemente vivos que este libro. Ello es así porque describe una “topografía” del territorio de la idea y de cómo ésta intenta cimentarse en la palabra. Y, sin embargo, también es más que eso porque el autor nos advierte de continuo que la palabra “no funciona como unidad de construcción estable”. El libro se construye como un pavimento de losas movedizas, como un puzzle que va cambiando a medida que se pisa para que no pueda darse ninguna condición de certeza. O sí: la de que la única certeza a la que podemos abrazarnos es la permanente incertidumbre. Y todo ello haciendo poesía mientras se reflexiona sobre su esencia.
Topología exige tal nivel de implicación en el lector que acaso el mayor aspecto negativo de este libro sea, utilizando la antigua calificación de las películas, que “no es apto para todos los públicos”. Topología de una página en blanco es un viaje hacia la lucidez; es “leer sin gafas / sin aletas sin oxígeno / hasta que se acaba el aire / y quien lee se da cuenta de que se le ha olvidado / en qué dirección está la superficie”. Lucidez que, como bien nos advierte el propio autor, es “un lugar del que jamás se vuelve”. Le faltó añadir indemne.