Atardecer Schubert (en la película de Stanley Kubrick)
Mira bien el cuadro vacío de sueños
y el cielo roto de la casa de la locura.
Sobre el lienzo vacila el coraje del héroe,
y la mujer de la palidez infinita se hunde
en la bañera donde está el río de Ofelia
y la soledad de quien perdió la voz
antes de contar su historia.
En el salón la vida se ilumina
con la única luz de unas velas.
Quema su antorcha las cartas de la dama,
incendia su destino, muerde su coraje,
encierra su belleza en la tristeza de la pluma
que finalmente dictamina la condena:
la soledad primera detenida
ante la firma definitiva.
A Lady Lyndon
–mirada en alto,
pelo lleno de nubes–
le cae una lágrima sobre el papel,
y así se escribe el verdadero cuento.
Mira bien el cuadro:
pues más se parece tu destino
a la pluma de la dama
que a las glorias pasadas del héroe.
Raquel Fernández Menéndez
Lógico
Mi mujer me abandona, unas veces por otro
y otras porque descubre
al monstruo que he podido ocultarle hasta ahora;
me quedo sin amigos o me atacan
o son ellos los monstruos; el mundo se desploma;
me echan del trabajo; mis alumnos
vienen a celebrarlo a centenares
hasta el departamento; la inspectora
de educación se ríe; mis poemas
los empapa la lluvia y los arrastra
a las alcantarillas; y yo corro
y me persiguen las enfermedades
y los peligros cercan a mis hijos
y me duele hasta el alma —el alma que no existe
en sueños…
Solamente, cuando al final despierto,
entiendo en un segundo de lucidez y asombro
que el mundo lógico son esas pesadillas
—perfectamente lógico—
y que el mundo real es un milagro,
un milagro extrañísimo
que no nos merecemos.
Enrique García-Máiquez
Pedregalejo
Sin título, Sebastián Navas
I
Al irme al otro barrio,
mi barrio irá conmigo,
porque también es una isla imaginaria,
un cielo mitológico
del que penden planetas
conjurados y en trance
por el peso de un soplo, vacilando
un instante.
II
Las sardinas boquean en el aire,
pero no están rendidas,
atraviesan la hoguera del verano
y en San Juan alardean
de agallas como alas
y espadas como belfos. La galaxia
devasta el sueño alígero de un niño,
lo arroja a la verdad del artificio
y le espeta:
“Captura si es que puedes
el blancor de la noche
en que giran mis astros
como peces de plata que agonizan,
pues se acerca la hora del desastre
en que todo perece.”
III
La madrugada esparce las estrellas
a manojos de sangre
sobre el mar, como siembra
la semilla el colono,
como da el pescador
la morralla a las aves. La vorágine
de gaviotas voraces
se atiborra de luz atosigada.
IV
La pólvora mojada que del viento
se amontona en los ojos del pescado
detonó alguna vez
en las lindes del éter, no hubo arcilla
ni barro de mi barrio, ni espoleta,
ni costilla flotante
ni clavícula astral.
Sólo vacilación
del vacío.
V
Por eso, al otro barrio
mi barrio irá conmigo,
más tarde o más temprano,
una vez que en el sueño
el otro yo fulmine al yo más otro
que esconde en su antifaz al yo primero.
¿Qué persona es el Verbo?, ¿qué luz hecha
de qué múltiple forma?
Álvaro Galán Castro
Voces que miran
Intangibles al cabo, suficientes,
desnudas en la noche de las celebraciones,
las palabras se ordenan en su desvalimiento,
en la fragilidad de lo que queda
de materia en las cosas.
Asomadas al fondo de los ojos,
al final de la nieve,
recogen la apariencia de sus significados,
el grito que se dobla sobre su mismo grito,
sobre la intimidad de su reflejo.
Como el hombre que reza,
como el que rasga el velo de las vírgenes
y alimenta los cálices,
somos voces que miran.
Invocamos los gestos, concebimos
la ilusión de la pérdida.
La eternidad nos dona su lenguaje,
el silencio su culpa.
Ana Garrido
Dibujo
Dibujo en el tiempo y es el tiempo quien me dibuja.
Dibujo una sonrisa, una lágrima feliz, el adiós sin
regreso, la lágrima que suda, una colmena de
abejas que sale de mi alma o del grito de mis
venas. Dibujo el dolor que bosteza. Dibujo y dibujo,
sin prisa y sin descanso, porque hasta mi
descanso dibujo en el papel que marcha segundo
a segundo por su largo camino, en su viaje sin
regreso. Y es mi vida de carbón y madera, leve
como pluma, que va quedándose plasmada en los
dibujos de la vida.
Leoni Disla
La casa de aquella infancia
De aquella casa en la que viviera una feliz infancia,
vecina al Parque del Prado y su descuidada rosaleda,
guardaba el rencor que siguió al desahucio:
los muebles, la ropa, los libros, los trastos en la calle,
la tenue llovizna otoñal empeorando la escena para mejor grabarla en la memoria,
El Alguacil del juzgado ha levantado el acta de la misión cumplida,
sellada la puerta con lacre sobre el pasado.
En ese momento
—con sus catorce años recién cumplidos,
jura a su desconcertada madre, venganza.
Viven luego en un cuarto piso sin ascensor no muy lejos de aquella casa.
Una sola ventana abierta a un ruidoso patio interior da respiro;
de allí el mayor empeño con que sigue estudiando
se inclina sobre textos que hace suyos mascando tenaz las palabras.
Pasan, sin poderlo remediar, los años.
El padre desaparecido en la nebulosa de una quiebra mal gestionada,
manda de tanto en tanto una modesta mesada y promete volver,
eso sí,
sin mayor entusiasmo.
La madre absorta en un melancólico silencio, hace de la resignación triste remedio.
Sigue sin entender lo que ha pasado.
Para alimentar aquel lejano rencor y evitar que el tiempo lo atenúe,
—como suele hacer con tantas otras cosas que va desgastando—
pasea los domingos con su madre y sus pasos inevitables lo llevan al parque y a la esquina de la casa de su infancia.
La contemplan, ahora habitada, recién pintada de verde claro, y se sientan en un banco a lo lejos, mascullando fragmentos de recuerdos mal digeridos.
Buscan en sus muros alguna grieta, el resquicio para recuperar lo perdido, una forma inédita de volver hacia atrás.
Un día, ya funcionario de un juzgado, notificador de testigos y sentencias, paseando frente a la casa de siempre,
ve a un niño asomado a la ventana del que fuera su cuarto de infancia.
Las miradas se cruzan.
Desconcertado,
cree adivinar en su perfil un extraño parecido con el suyo y su pasado,
para decirse:
“Un joven de aquella edad mía,
un joven que no soy yo”—
Tal es la intensidad de ese intercambio que al cabo de un instante,
fogonazo intenso de la memoria revivida,
está en la piel de aquel niño que pudo ser él,
—que tal vez lo sea—
y todo ha sido un mal sueño,
“Como si un espejo velado por los años
—dijera el poeta Álvaro Miranda —
inesperado, se revelara”.
Una pesadilla proyectada desde un turbio pasado
al presente del que nunca debiera haber salido.
Está ahora asomado a la ventana
—un hombre lo observa desde la acera—
sus padres conversan en el patio,
sobre los restos de un asado recién hecho en la barbacoa del fondo,
como se debe en un domingo asoleado.
El rencor y la sed de venganza
—si los hubo—
aparcados, lejos de esta bonanza recuperada después de tanto tiempo,
La respira con alivio junto a su madre rejuvenecida y a su padre que ha regresado,
esta vez para quedarse.
Fernando Aínsa
Lienzo, pulpo, mesa, molde
(breve solo de batería para Bonifacio Alfonso)
In memoriam
Pintas, pintor, mas no pintas
- bien lo sabes, lo dijiste -
que quien pinta es la pintura y ella es quien,
en el lienzo, en el papel
- esotéricos altares
de trazos, color y sueño -
a sí propia se desboca,
seductora micorriza, a minar nuestras cautelas
- hoy, ayer, antes o nunca -
decidida.
Pinta, pues, o sea, pelea,
batalla,
lidia,
engañándola a tu vez,
- pulsa el ritmo, marca el tiempo,
son tus armas -
subconscientes geografías de encuentros y
desencuentros,
biotopos surreales de
sensuales biocenosis,
(nada de trampantojos, nuestras más ocultas
vísceras
desnudas y al descubierto)
más allá (o más acá)
- pupa, ninfa, insecto, hombre, qué bosco tan mironiano -
de cuanto lo oculto oculta,
y oficia la zarabanda que desprecia
concretar
su partitura
- dime de que te ríes y contra quién eres
te diré -
acóplate a su marea,
forma informe de lo incierto,
barroco delirio en danza y,
más allá de la trastienda donde guarda su
memoria la conciencia,
borra,
quita,
añade,
busca:
la noche es madre del día
José Ángel García
Te convoco a tu casa
Para mi nieta Claudia
Te convoco a tu casa, territorio infinito
que se asoma paciente a ese Mar Cantábrico;
tan cerca del Castillo con sus banderas de oro,
de la Iglesia almenada vecina de las nubes,
de las verdes laderas de arboleda gozosa
o los montes inmensos con retazos de nieve.
Ya sabrás que el cerezo sigue creciendo armónico,
el jardín se asemeja a una alfombra de seda,
el inocente acebo en el sol de azúcar.
Gaviotas irredentas cruzan por la ventana
navegando hacia el mar y los cielos tan blancos.
Enfrente la bahía tiene un color turquesa,
las barquitas se mecen con brisas de septiembre
y en el horizonte sorprendido y constante
todo es añil inmenso y calimas de acero.
De madrugada siempre se oye el canto de un mirlo,
en las anochecidas hay un rumor de olas,
mas hacia el mediodía cuando todo es alegre
tu casa se convierte en el centro del mundo.
Te convoco en silencio al final del verano
desde tu palacete de cuento sin crepúsculos.
Manuel Quiroga Clérigo[1]
Los Eucaliptos (San Vicente de la Barquera), 13 de septiembre de 2013.
Lugar del canto
A Diego Jesús Jiménez, amigo y maestro, in memoriam.
Es ambición hermosa someter las palabras.
Reclamaba tu verso, Diego, la lentitud del buey,
la firme levedad del junco, el más diáfano vuelo
del pájaro, ese lugar del canto donde la vida
se remansa, o se precipita, como el agua de un río sin márgenes
que nos trae y nos lleva a su antojo. De la orfandad
del universo, abierta el alma en carne viva, tomó el vocablo
la pura materia que te nombra, la más alta gracia que la belleza diera
a hombre alguno,
la llama que arde y se consuma en la armonía.
Es hermosa ambición someter las palabras, Diego, porque las palabras son,
enjugadas sus carencias, limadas sus aristas, luz,
un jirón de luz, acaso los escombros
de una luz hecha a la medida de un hombre.
En su continuo
fluir por las edades son cadencia en el tiempo,
rastros, huellas, anhelo de eternidad,
aroma de un instante perpetuo que nos salve.
Entre las ruinas
de tu casa desolada, sobre sus frutos caídos, se alza hoy
tu voz más clara, la eterna melodía de cuanto fue creado
y a la belleza dio su don más limpio.
Someter la palabra, Diego Jesús, es ambición hermosa
que no destruye la muerte, pues que la vida,
ganado tu jornal, de par en par abierto
el lugar del canto,
fermenta en otros sueños que te nombran
por desatar el tiempo
que prende en el poema
y te ilumina.
Francisco Mora
Arder en una rosa llamada adolescencia
Para Irene Fasce
I
Todos somos un pájaro caído,
rescatado del suelo
por un niño asustado
que teme no saber medir su fuerza.
Sólo somos el pájaro nervioso
que pugna por la vida porque ignora
que está a salvo en tus manos,
porque sabe del miedo,
y no de los cobijos.
II
Lento el instante, y rápidas las horas.
III
Un dibujo de sombras en la arena
que quedará fijado en el recuerdo
mientras su realidad será borrada
por el beso salino de las aguas
que ni siquiera en calma
conocerán reposo.
IV
Una imagen borrada.
Aquellos años, todos,
sólo son una niebla en la memoria
que a veces se remonta
a impulsos de los vientos del recuerdo.
Sólo niebla los años,
sólo sombras la vida,
sólo gotas de escarcha
que han podido salvar,
ocultas en rincones,
el calor de la lucha de los días.
V
Y sin embargo, todo
lo que fue de mi vida me es amado.
Enrique Gismero
Corazón colorado
El dolor dolorcillo del que tiene de chapa el corazón,
tiene de chapa el corazón y es
hojalata el bote
que tiene por dentro
corazón, y está entre rejas,
de hojalata las rejas, oxidadas, pero
ahí dentro ese
corazón es
colorado.
Palpita como un
verdadero corazón,
el dolor dolorcillo del que tiene de chapa el corazón,
su corazón en un bote
de hojalata
y alguien lo arrastra
por ahí,
fosforescente el corazón encerrado en su jaula
y alguien lo arrastra
de una cuerda
por ahí,
con el polvo tremendo que sueltan los caminos,
y con lo doloroso y lo triste
que es el polvo
pegado al corazón.
Juan Antonio Marín
Infidelidad en términos bucólicos
Arrojo los papeles / sin mirar dónde caen.
José Corredor-Matheos
Un poeta lívido y gañán
de los que prefieren acometer instintos románticos
a imitación de Catulo,
constatar lo perceptible
en la mortaja del músculo domado,
me ha robado los versos
ahorrándome la sinécdoque
del mal (de) amor.
Aitor Francos
Sinfonía de lo eterno
Yo oigo la voz de la piedra
Oigo el canto del silencio
Entro a ese gran concierto del todo
Tomo la luz en mis manos y es mi guarida
Tomo el mar en mis pupilas
y salgo de mí hacia él
Lo trueco por el azul que es
Y en la mirada que soy
quedo vacío sin vida para mi vida
Sin estar en mí preso de mi propio exilio
vago en la música que nadie oye
y fuera del universo que soy
puedo escuchar la sinfonía de lo eterno
el himno del principio y del final
el silencio de la palabra que es un orbe
más allá de la palabra
Yo estoy hecho de ese espacio
Por eso puedo conversar con el viento
y ser viento al mismo tiempo
Pedro Ovalles
De perdedores
Se jugaba con el gatillo cada día, cada noche,
y mis cartas estaban sobre el tapete del sufrimiento, de la indignación,
de intentar perder y era la vida una copa desnuda de alcohol de espeso árbol
de vómito muchas, tantísimas veces,
que perdedor, soñador era ser lo mejor a veces,
brindar con la copa calva de ausencia
invitar a la mesa al último perdedor ausente.
Jacobo Valcárcel
La poesía es como el telediario
No sé qué cuenta un poeta cuando no ocurre nada.
Es como descifrar el olor del Universo.
Como intentar ver atardeceres rojos con ojos daltónicos.
A veces no hay soluciones, simplemente.
En esos días toco la guitarra y
miro por la ventana el edificio de enfrente.
Escucho el silbo constante
del equipo de refrigeración del supermercado.
Es más divertido cuando la locura viene a visitarme.
Entonces,
entro en los ascensores porque sé dónde me llevan.
En los trenes.
En autobuses que pasan cada dos horas.
En automóviles sin aire acondicionado.
El destino siempre es el mismo.
Fin de trayecto.
Es un buen remedio si no quieres acabar demente a los 22 años.
Al fin y al cabo, el humano es un ser lógico.
Acuérdense de las guerras y atentados,
del precio del agua embotellada,
de las jerarquías del hambre,
del egoísmo genético en occidente.
Todas las injustas muertes pueden ser razonables.
Esa es toda la ética que nos enseñaron.
Disculpad si he abierto sin permiso vuestras mentes.
Solo pretendo contar algo cuando no ocurre nada.
Es el absurdo deber de un poeta.
Marco Rosmarine
[1] Por error, en el número anterior de la revista le atribuimos a este autor el poema de Francisco Mora que, de nuevo, publicamos en esta entrega.