PRESENCIA DE ATALA EN LA RIMA L DE BECQUER

Imprimir

Agustín Porras

I

Ya nos habló Julio Nombela (hace ahora un siglo) de la enorme influencia que Chateaubriand ejerció sobre su amigo Bécquer, tanto en la etapa sevillana como en los años inmediatamente posteriores a su llegada a Madrid, recién estrenada su mayoría de edad. Tan evidente fue el magisterio representado por el romántico francés, que no parará Gustavo Adolfo hasta ver publicado el primer tomo de aquella ambiciosa y truncada Historia de los templos de España. Pero, desde aquellas un tanto endebles memorias, hasta ahora apenas se han concretado los préstamos que tal modelo hubiera podido proporcionarle a nuestro poeta. Las líneas de investigación en que parecían coincidir los estudiosos del autor de las Rimas venían a resumirse en un vago afán por ensalzar la poética del cristianismo, analizando las grandes obras de la literatura y las bellas artes (en especial, la arquitectura) a lo largo de la historia.

Comenzada ya la década del 70 del siglo veinte (dentro de aquella oleada de estudios becquerianos surgidos al calor de los centenarios de la muerte del autor y de la aparición de sus Obras), Rubén Benítez despejaba bastante el camino al advertir en su Bécquer tradicionalista (Gredos, 1971), refiriéndose concretamente a El caudillo de las manos rojas: «La leyenda de Bécquer evidencia la lectura reciente de Atala». Pero, inexplicablemente, cuantos comentaristas vinieron sucediéndose en torno a la obra poética del andaluz parecieron conformarse con aquella clara advertencia, certificando que es de este magnífico relato de donde nuestro poeta toma las principales características del suyo, al haber elegido como protagonistas a una pareja de amantes que peregrinan y dialogan en soledad a través de la más salvaje naturaleza, abocados sin remedio a un trágico destino.

Sorprende comprobar que ni siquiera el erudito argentino volviera sobre sus propios pasos, sabiendo (como él mismo dice en la nota preliminar de su libro) que «En las leyendas, como en las Rimas, Bécquer repite lugares comunes de su época, pero tratados con una desconocida intensidad».
El objetivo de este pequeño trabajo no es otro que el de llamar la atención acerca de un fragmento extraído literalmente de Atala, especialmente llamativo por las evidentes concordancias textuales que presenta con la enigmática rima L (o 12 del Libro de los gorriones).


II

Desde que Robert Pageard la destacara en 1972, todos los estudios posteriores relativos a esta rima se limitan a señalar la coincidencia del asunto que aparece tanto en ésta como en cierto pasaje de su leyenda El caudillo de las manos rojas; concretamente, aquel en que Pulo (siguiendo las instrucciones de Brahma) ruega a un recién llegado artesano que construya la imagen de Visnú a partir del tronco de árbol que esa misma mañana acercarían las olas a la playa. Evidentemente, en ambos textos se hace referencia a la talla de un ídolo y a sus desastrosas consecuencias; pero hasta aquí su parentesco. Creo que se ha ido exagerando paulatinamente tal afinidad entre rima y leyenda becquerianas, hasta el punto de que lo que en propias palabras del hispanista antes citado no se considera más que «probablemente una reminiscencia» pase a ser ya para Mª del Pilar Palomo, cinco años más tarde, «un calco formal».

En realidad, salvo el hecho concreto de la talla del ídolo, pocas son las coincidencias que encontramos entre el poema y el texto que le inspiró la “tradición india”. Es más: yo diría que estamos ante planteamientos totalmente contrarios, toda vez que Siannah (en El caudillo) termina arrojándose a las llamas que consumen el cadáver de su amante (ambos se sacrifican por amor), mientras que los supuestos enamorados del poema es al amor mismo a quien sacrifican ante el desengaño que levanta su insustancial y ridículo capricho. Por otro lado, pocos rasgos salvajes pudiéramos otorgarles a los orientales príncipes de la leyenda. Simplemente, en ambos trabajos Bécquer recurre a una imagen que debió ser especialmente atractiva para él.

Insisto en que la original estampa en la que Bécquer fijó especialmente su atención no se nos aparecerá hurgando en los entresijos de El caudillo, como hemos venido creyendo hasta ahora, sino volviendo al texto original del autor francés y analizando las muy concretas palabras que éste le hace decir a Chactas en un momento culminante de esa joya que es Atala, verdadero poema en prosa «a medias descriptivo y a medias dramático», cuya lectura debió sin duda deslumbrar al sevillano.

Publicado por primera vez independientemente de la magna obra El genio del cristianismo, de la que formaba parte (al igual que René), se narra en él un episodio que compagina como ningún otro «las armonías de la religión con escenas de la naturaleza y con las pasiones del alma». Para Chateaubriand (y nuestro jovencísimo poeta), la verdadera filosofía y la verdadera religión no eran más que una y la misma cosa. Se trata de un párrafo bastante clarificador acerca de la fuente en que bebió Bécquer antes de crear su enigmática rima.  Me estoy refiriendo al momento en que el sorprendido natchez, liberado por la cristiana Atala de la violenta muerte que sin duda le esperaba al amanecer, canta la valentía y limpieza de corazón de su inesperado ángel de la guarda. Sigo la traducción que Manuel M. Flamant realizó en 1854 para la Biblioteca ilustrada de Gaspar y Roig (curiosamente, el mismo año en que nuestro poeta se instala en Madrid), destacando en cursiva aquellas palabras que, casi en el mismo orden, apreciamos en uno y otro texto:

¡Cuán divina me pareció la sencilla salvaje, la ignorante Atala, que de rodillas ante un añoso y derribado pino, como al pie de un altar ofrecía a Dios sentidas oraciones por un amante idólatra!

Fragmento interesantísimo que, contrastado con la rima L, y destacando ahora en negrita los préstamos, evidencia la familiaridad de ambos discursos:

Lo que el salvaje que con torpe mano
hace de un tronco a su capricho un dios,
y luego ante su obra se arrodilla,
eso hicimos tú y yo,

Dimos formas reales a un fantasma,
de la mente ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor.

Es verdad que, a diferencia del papel jugado en el poema, el tronco que aparece en Atala no es el material donde esculpir el ídolo, sino el altar mismo donde reza por su amante idólatra; y que para Bécquer serán ridículamente idólatras tanto el uno como la otra. Pero, al margen de las divergencias que toda variante requiere, es evidente la autoría del motor que anima el texto del andaluz. Parece que una vez disipados los efectos embriagadores del deseo, desapareció con ellos la verdadera imagen del amor. Nuestro poeta asemeja la debilidad de nuestros aburguesados afectos a la ingenuidad religiosa de las tribus primitivas, añorando sin duda aquel amor verdadero bendecido por el padre Aubry, un amor más poderoso que la muerte, instalado ya  para siempre en el corazón de Chactas, el natchez. Nuestro poeta está aquí, como creo que en la práctica totalidad de sus rimas, tratando («cuando siento no escribo») de argumentar el verdadero valor de lo anteriormente vivido. Y ya sabemos que, frecuentemente, acudía a las más diversas fuentes (Byron, Larrea, Espronceda, Ferrán…), buscando esa primera chispa capaz de despertar qué misteriosas razones sostenían su apasionada fantasía. Como vemos, el soplo de Atala consiguió que brotaran con un rotundo éxito esta vez.

A la vista de estas más que notables concordancias bien podríamos lanzar algunas conjeturas en torno a la famosa rima, como la de fechar su composición con bastante probabilidades de acierto (no antes de 1859-60, cuando frecuentaba las tertulias celebradas en casa de la familia Espín, ya repuesto de su grave crisis; ni mucho después de mayo de 1861, año de su boda con Casta Esteban) y presumir que Bécquer daba así por terminada aquella relación con la hermosa pero prosaica Julia (una relación «en principio correspondida», tal como aseguran sus amigos de entonces). Aunque dolorosamente herido, el sevillano parece estar conforme con evitar de allí en adelante unas circunstancias que habían puesto innecesaria y peligrosamente en juego no sólo su orgullo sino incluso su misma dignidad.

Todo esto, como digo, no son sino conjeturas, ya que el texto en cuestión pudo componerse tanto a comienzos como a finales de dicha década; de igual manera, tampoco hemos resuelto la identidad de su protagonista femenina. Pero eso sí: por fin disponemos de un sólido argumento con el que agradecerle a Chateaubriand el haber sido un pilar fundamental dentro del complejo armazón sobre el que fue construyendo sus rimas nuestro genial poeta.

A. P.