Fundacion Alambique para la Poesía

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Antología poética de José María Valverde
(Selección de José Cereijo)



Elegía para mi muerte, 2

Se quedarán mis cosas sin mí desconcertadas.
Seguirá mi tristeza paseando
por rincones de sombra.
En mi amada ventana del sillón y la mesa
seguirán los ocasos cayendo como siempre,
y el chopo del jardín, crecido ante mis ojos,
morirá y volverá como cuando yo estaba...
En penumbra, mis versos hablarán en voz baja.
Se secarán mis libros poco a poco,
oliendo a fruta vieja.
Diminutas reliquias de mi vida
–una flor en un libro, un verso en alguien–
seguirán, como piedras disparadas,
conservando mi fuerza en este mundo
cuando yo me haya ido.
… Y os quedaréis vosotras, muchachas, pero un día
os marcharéis también
y en el mar de la muerte se hallarán nuestras olas.
Morirán vuestros labios, vuestra piel, vuestra carne.
Pero siempre habréis sido.
Ser una sola vez, ¿no es ya bastante?
Mientras dure el espacio guardará vuestros huesos,
mientras quede una brisa llevará vuestro aroma.
… Pues habéis sido un día, seréis siempre.


El gran viaje

Algún país he visto que ni soñado hubiera:
me he sentado, he comido en otra tierra rara
queriendo convencerme de que era verdadera
y he visto pasar gente de otra luz en la cara.

Alguna vez un monte que no estaba previsto
en mis mapas de niño, me salía al camino,
o un puerto, con su barrio de redes nunca visto,
venía a aleccionarme con el olor marino.

Pero siempre mis ojos se herían a su paso
de inquietud o recuerdo: el amor unos días
de soledad pintaba las piedras de un ocaso,
o el miedo a lo posible nublaba lejanías.

No sé si habrá algún tiempo en que mire tranquilo
el mundo, de mañanas y tardes coronado;
no sé si habrá más días tras los años en vilo
y podré ver de veras qué es una flor y un prado.

Pero espero tener al terminar la vida,
para empezar la gloria, miradas más serenas;
que me lleven al viaje de eterna despedida
de las cosas que tanto me dolieron, ya buenas.

Yo no iré a preguntar por qué el sol calentaba,
por qué baila tan justo el planeta en su polo,
pero sí querré ver los valles que soñaba,
las calas donde el mar chapotea muy solo.

Sobre unas anchas alas de robustez y gloria,
quietas, como el avión que no tiembla en la altura,
iré, ya sin dolor ni peso de memoria,
a mirar de verdad su piel a la llanura.

Así será el principio de Dios: lo que primero
me dejará mirarle subiendo en alborada, 
creciendo en cada estampa su hiriente reverbero,
hasta que la memoria se vuelva llamarada.
Mosquito otoñal

Un mosquito, ya el último: paciencia.
Por unas pocas noches tibias, antes
del gran frío, en sus últimos instantes,
ha revivido en turno de clemencia.

No obstante, aunque fugaz, su estoque fino
es como el de los dueños del verano:
y aunque sea azaroso, hace a mi mano
luchar con él, igual que con mi sino.

Yo también, lo confieso, sólo existo
porque entre dos heladas hubo un blando
y caliente rincón entre la Nada.

Sorprendente en la tierra, nunca visto,
aquí estoy, pero ya me voy marchando:
primero yo, más tarde mi bandada.



Historia de la filosofía

Entro en el aula, empiezo a hablar a un ciento
de caras mal despiertas: por un rato
sobre sus vidas, rígido, desato,
cumpliendo mi deber, el frío viento

del Ser y de la Nada, de la Idea
y la Cosa; la horrible perspectiva
de vértigo que se ha hecho inofensiva,
espectáculo gris, vieja tarea.

Si alguno, casi inquieto, se remueve,
los más sueñan, o apuntan, o hacen ruido.
Pero basta: es la hora ya. De nueve

a diez, vieron el Ser, ese aguafiestas;
prosigan su vivir interrumpido:
yo vuelvo a mi silencio sin respuestas.
Reloj de pulsera
Ni al desnudarme suelto el leve yugo:
sin reloj ya no sé dormir siquiera.
No tengo libertad, y vano fuera
fingir dejar mi hierro y mi verdugo.

Él me ata a los demás, al mundo activo:
es la rueda en que engrano con la vida.
Si despierto en lo oscuro, su medida
me liga a tierra firme, me hace vivo.

Pero a la vez, con cuchicheo suave,
en secreto me insiste en el recado
de mi muerte y su cita: me recuerda
que me esperan allá, y que cuando acabe
me escaparé yo solo por mi lado:
libre, entonces no habré de darle cuerda.



El cielo envenenado

Hijos míos, las lluvias de este otoño
van a ser, otra vez, dulces y amables.
Pero no os mojéis mucho: nadie sabe
qué pasa con sus átomos heridos.
Por lo visto, la dicha del futuro
en un mundo feliz y libre, ahora
requiere este veneno en vuestras médulas.
Perdonadnos, a mí y a vuestra madre,
que nos quisimos cuando ya empezaban
a ocurrir estas cosas en la tierra.


 


Los artistas

En mi barrio de casas con jardines
indago atentamente los curiosos
menesteres del hombre en esta vida:
los más ricos, resuenan a telares:
quién importa café, quién vende joyas,
quién receta, quién anda entre motores.
Y no falta, además, la oveja negra
–no yo, naturalmente, respetable
profesor, jornalero editorial–:
un joven –no tan joven ya– que un día
puso su estudio-harén, en olor de arte,
dibujante tal vez, tal vez fotógrafo,
con un ir y venir de chicas guapas
y de dudosos tipos despeinados.
Pero al cabo de pocos años, vedle:
si del jardín, con su aura libertina,
sale un grupo ruidoso de bohemios,
es que buscan un fondo más campestre
a la foto que anuncie en los periódicos
la virtud de un jersey o de un refresco.
Y allá va una niñera con el niño
de la modelo que ha prevalecido,
señora ya, sin duda respetable.
Seguid durmiendo en paz: el mundo es fuerte. 



Sensatez

 

(...Porque, en amor, locura es lo sensato)
A. M.

Es inútil que tú y yo prediquemos
sensatez a los chicos. Adivinan
que no viven por nada serio, sino
porque el poeta aquél, aún estudiante,
se enamoró de una muchacha inerme
y rebelde ante el mundo, sin proyectos
echándose a vivir... Y ahora no somos
buen ejemplo; sin duda se nos nota
que aquel amor nos crece de año en año,
y que si trabajamos, bien formales,
es para defender nuestra pasión.



En el principio

De pronto arranca la memoria,
sin fondos de origen perdido;
muy niño viéndome una tarde
en el espejo de un armario
con doble luz enajenada
por el iris de sus biseles,
decidí que aquello lo había
de recordar, y lo aferré,
y desde ahí empieza mi mundo,
con un piso destartalado,
las vagas personas mayores
y los miedos en el pasillo.
Años y años pasaron luego
y al mirar atrás, allá estaba
la escena en que, hombrecito audaz,
desembarqué en mí, conquistándome.
Hasta que un día, bruscamente,
vi que esa estampa inaugural
no se fundó porque una tarde
se hizo mágica en un espejo,
sino por un toque, más leve,
pero que era todo mi ser:
el haberme puesto a mí mismo
en el espejo del lenguaje
doblando sobre sí el hablar,
diciéndome que lo diría,
para siempre vuelto palabra,
mía y ya extraña, aquel momento.
Pero cuando lo comprendí
era mayor, hombre de libros,
y acaso fue porque en alguno
leí la gran perogrullada:
que no hay más mente que el lenguaje,
y pensamos sólo al hablar,
y no queda más mundo vivo
tras las tierras de la palabra.
Hasta entonces, niño y muchacho,
creí que hablar era un juguete,
algo añadido, una herramienta,
un ropaje sobre las cosas,
un caballo con que correr
por el mundo, terrible y rico,
o un estorbo en que se aludía
a lo lejos, a ideas vagas:
ahora, de pronto, lo era todo,
igual que el ser de carne y hueso,
nuestra ración de realidad,
el mismo ser hombre, poco o mucho.



Memoria de unos romances

Las figuras que encantaban
al villano y al señor,
volando sobre la letra
se hicieron cuento y canción:
viejas luchas castellanas
quedaban en pura voz,
la corte de Carlomagno
cantaba en selva de amor:
por los campos y los siglos
volaban y vuelan hoy.
En el piso de Madrid
donde aprendí a leer yo
mi niñera analfabeta
sus romances me cantó:
la cautiva se reía
cuando a su casa volvió;
mi niñera no reía,
que era de una tierra atroz
de alcornoques y miseria,
donde se crece en dolor
lo mismo cuando es de día
que cuando las noches son,
sin más que un punto de cielo
para cantar al albor:
matóselo quizá un cura,
¡déle Dios mal galardón!



Gabriel Ferrater

 

 

“Mi horizonte se me ha cerrado”,

un día dejaste caer
de pasada, como excusándote
por mostrar tan poco interés
hacia todas las trascendencias
y todo lo que fuera fe.
Sin embargo, lo desmentías
con tu manera de querer
a tanta gente, sobre todo
si era sencilla y sin doblez,
o, como un niño, enamorándote
de una mujer y otra mujer.
Pero un demonio de intelecto
no te dejó de poseer;
la acedia, al fondo, decretaba
el fin de tanta estupidez:
lo aplazaste en vano unos años
haciendo versos –del revés
volviste ese guante, tirándolo–:
en vano quisiste también
vivir de un buen amor dichoso,
como la luz sobre el papel:
al fin, te diste a la lingüística,
peor alcohol que el de beber,
destripando el pobre juguete
en que consiste nuestro ser.
Yo llevaba tiempo muy lejos
cuando al fin se cumplió tu ley
y acabaste contigo mismo:
ya no hablamos más, pero sé
que aquella charla intermitente,
cortada, no se puede haber
acabado, y queda en el aire,
mensaje y clave de cuanto es,
y se hará un lenguaje más claro
para que hablemos otra vez.

 
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