Fundacion Alambique para la Poesía

HOMENAJE A FERNANDO MERLO

E-mail Imprimir PDF

El discurso roto

Luis García de Ángela

La oda que el dios cinceló por nosotros

F. Merlo

 

U

na noche de las finales de diciembre de 1970 Fernando Merlo escuchaba en silencio, media sonrisa en los labios, las advertencias bienintencionadas que un amigo poeta le insistía en señalar:

Es un error, Fernando, es un error. Más tarde o temprano tú también te darás cuenta de que es un camino equivocado. El experimentalismo —le explicaba el amigo— no es más que la enfermedad infantil del principiante. Una enfermedad de la que conviene salir cuanto antes.

Fernando Merlo era en verdad un principiante. Acababa de cumplir dieciocho años y estaba abandonando a toda marcha la estética inmadura que había sustentado sus dos tentativas poéticas precedentes (Cartas a Elvira y a Iska, en colaboración con Juan Domínguez y Al son de mi guitarra, ambos libros publicados en Málaga en aquel mismo año). Ansiaba dar cuenta de sí mismo, enfrentarse desnudamente a todo aquello que odiaba o amaba. Lo poseía un afán de ruptura y de acogida de todas las solicitaciones que le asediaban, por oscuras que fueran, y requería para ello una expresión radical y vigorosa. Fatalmente habría de caer en ese experimentalismo que su más pragmático amigo le exhortaba a rehuir.

Desoyó los sabios avisos y los prudentes consejos. Incluso, en un rapto de clamoroso despiste, envió sus más herméticos poemas a un certamen de poesía convocado por la universidad de Granada para estudiantes. Rafael Pérez Estrada le había persuadido de que sería indudablemente el ganador. No es que a Merlo le importase mucho el concurso en sí (o al menos eso aparentaba), pero le entusiasmaba el importe del premio que ya destinaba de antemano a satisfacer inconfesables fantasías.

Los premios del año 1971 (el Adonais y el García Lorca) no recayeron, claro está, en la poesía de Fernando Merlo. Como era lógico, el premio García Lorca lo ganó un estudiante predestinado a convertirse en catedrático y el Adonais fue a parar al amigo que tan infructuosamente le aconsejaba dejarse de monsergas neo-vanguardistas. Es cierto que a la altura de esos primeros años de la década de los setenta, reciente aún la agitación provocada por la tumultuosa irrupción de los Novísimos, gozaban las vanguardias históricas de un prestigio renovado, pero ya algunos presentían la insoslayable alternativa que no tardaría en imponerse en el grupo de los iconoclastas: adaptarse (docencia o periodismo en la mayoría de los casos) tanto en vida como en obra a los mandatos del orden u obstinarse en una pertinaz rebeldía, abocada finalmente, vía exacerbación del hermetismo, a la marginalidad y al silencio absoluto.

No era entonces Merlo, ni nunca lo fue, hombre de componendas. Escribir poesía para agradar, escribir bonituras sin más mérito que el acatamiento a las normas imperantes del momento, era algo inconcebible para alguien como Merlo que tuvo en la poesía su más preciado bien, la fuerza del vivir más libre. De lo que Miguel Romero Esteo denominaba plasta literaria (“... todos los poetas del patrio solar maman de las mismas vacas...”, escribía en carta a Merlo) había que salir huyendo lo más aprisa posible. Dos ambientes poéticos, sin embargo, conoció el joven Fernando Merlo. O mejor dicho, frecuentó a dos poetas mayores que hubieron de deslumbrarle: un Pablo García Baena aún sin “descubrir” por Carnero y Villena, y a Alfonso Canales, beneficiario entonces de una nombradía de la que hoy injustamente se le priva. Del primero, de su trato personal, obtuvo el conocimiento vivo de una tradición tan esencial como la que representó el grupo cordobés Cántico. Del segundo, poseedor de una de las más fascinantes y ricas bibliotecas del país, obtuvo un regalo inesperado y sorprendente, viniendo de quien venía: un ejemplar, en edición argentina, de Las ciento veinte jornadas de Sodoma del Marqués de Sade que a Canales, según le confesaba a Merlo, le aburría soberanamente, pero que a este le interesó sobremanera. Apenas quedan en la poesía de Merlo rastros de esos contactos: cierta complacencia en la exquisitez de los vocablos, alguna que otra querencia por el refinamiento estético; casi nada. Pero sí hay huellas claras de Sade en algunas escenas de Trepanación, último libro, editado conjuntamente con el artista cordobés José María Báez, que publicó en vida Fernando Merlo.

Trepanación (1973), en edición artesanal siguiendo en ello casi al pie de la letra las sugerencias que le había propuesto Romero Esteo, insistía hasta el paroxismo en la radicalización expresiva y el rupturismo vanguardista. Se consumaba así una trayectoria iniciada tiempo atrás y que se había plasmado en dos poemas largos (“Guía de caminantes” e “Inicio de destrucción”) publicados en los catálogos de sendas exposiciones de sus amigos pintores, Aguilera y Bornoy. La vía expresiva elegida entraba a saco en la sintaxis, descoyuntando los engarces, o simplemente suprimiéndolos en bruscas yuxtaposiciones, y erradicando del lenguaje del poema, por manido, cualquier vocabulario que sonase a poético, entendiendo por tal lo que la convención literaria pretende previamente que lo sea. Incluso se permitió ahondar más en la brecha así abierta en la comunicación con un potencial público. En un gesto provocativo y en son de burla, en otro catálogo de exposición, la de Báez en el verano de 1971, se mofaba (“si ha terminado, amigo lector, observe lo inútil que le ha sido su proeza”) de los esfuerzos interpretativos de quien se hubiere aventurado en un texto de veintitrés líneas prácticamente ilegible por la eliminación de los signos de puntuación y las separaciones entre palabras. A Merlo le encantaban los desafíos y enfrentamientos. La provocación, de tan clara raigambre vanguardista, era un medio potente para conseguir efectos de choque y de sorpresa en el receptor de la obra, pero evidentemente no podía granjearle aumentos de audiencia.

Romper el discurso, minar sus bases, fragmentarlo en mil añicos, era la tentación suprema a la que Merlo, que jamás fue viejo, no quiso ni pudo resistirse. La quiebra del discurso significaba la quiebra del orden, el punto de fuga en donde podía afianzarse un sujeto libre enfrentado a la opresión. El discurso roto era la condición de necesidad para que de sus fragmentos pudiese brotar la chispa de alguna verdad, porque el orden era sinónimo de mentira y de sumiso consentimiento de la dominación. El reino de la libertad absoluta sería entonces el entronizado por la poesía. Se accedía a ella mediante el consabido desarreglo de los sentidos (“no ha de entrar por mis sentidos / la auténtica razón”, señalaría Merlo). Y casi tanto como escribirla de lo que se trataba era de instalarse uno en ella. La poesía, que se forjaba al compás de lo vivido y percibido, se inscribía en un mismo espacio literario y vital. Una sola y la misma era la búsqueda de la intensidad viva y de la poesía.

Pero despojar al discurso de su orden, extirpándole incluso su más inocua manifestación, como la representada por la presencia de los signos ortográficos, es operación que trae aparejada consigo la soledad del ensimismamiento. Si se socava hasta el límite el orden conceptual del discurso, solo queda por delante la sombra nula de un lenguaje vaciado que nada dice ni significa. Y si se quiere ir más allá del discurso roto, no hay más espacio disponible que el hueco dejado por la abolición misma del discurso. Merlo, que experimentó siempre en lo más hondo de sí la pasión por los límites, traspasó esa frontera.

Algo más había en esa drástica decisión. La sospecha de que acaso la poesía, esa instancia superior en la que se cifraban las más altas esperanzas de perfección y plenitud, defraudaba esas expectativas. La poesía era también ese conjunto desolador de palabras vanas que a nada conducía; una engañosa farsa. Merlo, que nunca dejó de aplicar el principio corrector de la degradación corrosiva a cualquier operación enaltecedora o sublimadora, sintió en carne viva ese desgarro. Había concebido la poesía como un compromiso que pasaba por su interior, depositando en ella sus más íntimos deseos de realización como ser humano, pero quizás fuese tan solo una ilusoria trama de sombras que encubriese piadosamente el frío y la soledad de un muchacho en una estancia vacía (“se pregunta si no es un necio muchacho que habla y hace frío”).

A mediados de 1973, con apenas veinte años, el descubrimiento melancólico de la vacuidad de las palabras, del fingimiento falaz de las máscaras que recubren el rostro del poeta (“¿vuelves a escribir después de este teatro?”), lo arrastra al abandono de la escritura. El discurso roto se había avenido hasta entonces a su búsqueda, pero a partir de ese momento se bifurcan los caminos. La poesía se convierte en una vía muerta de silencio e impotencia (“las palabras están vacías”). La búsqueda se persigue por otros medios.

Años más tarde, en una tregua en medio de una aventura vital de intensidad devastadora, Merlo logra alcanzar la lucidez suficiente para comprender que de todas las máscaras de que se había valido —y fueron muchas y variadas— era la de poeta la que mejor se conformaba con su rostro verdadero. Supo entonces que ni fue ni había querido ser otra cosa. El paso siguiente fue la ordenación de todo el material escrito, su selección y reagrupamiento en las distintas secciones que componen el libro que tituló, tras algunas dudas, Escatófago.

En el otoño de 1981, poco tiempo antes del final, como a quien se le concede una gracia largo tiempo denegada, consigue retornar a la escritura. “A sus venas” y “Oasis”, los dos sonetos que cimentaron su leyenda, recomponían el discurso roto. Enfermo, víctima de su adicción a la heroína, Merlo se sintió morir. Experimentó como un vértigo la intuición de la muerte próxima. Y la sintió en sus venas, no metafóricamente, no como una figura retórica de vacuo ornato, sino como quien toca lo tangible de una cosa. La ingenuidad de creer que a través de la poesía se expresaba una trascendencia superior, tantos años olvidada, le volvió entonces cuando la muerte lo acechaba de cerca. Con ella le volvía también la fe en esas palabras que se habían quedado vacías.

Tímidamente, tras tanto tiempo de silencio, escribe “A sus venas” con un ritmo que no era propiamente el suyo. Trata de adaptarse a una tradición venerable; imita el modelo del soneto barroco, quizás el más artificioso aparato retórico de nuestras letras, no para tratar un tópico literario, sino para hablar de su muerte. Como si la verdad solo pudiera ser descubierta a través del juego de las bimembraciones, oxímoron y correlaciones estilísticas en la cerrada arquitectura del soneto. Merlo escribe no en guerra contra nada ni nadie, no en desafíos, ni zahiriendo al lenguaje, sino aceptando que su ciclo vital se henchía y se acababa, y que la palabra poética podía reflejar en la pureza y tersura de una lengua viva, porque es la que utilizan a diario los vivos, la muerte progresiva de su cuerpo. Es la obra de un moribundo que, al mirar hacia atrás, descubre las piezas desmembradas de un discurso roto que ahora recompone lentamente, palabra a palabra, con los viejos materiales que le suministra la tradición.

“Oasis” acomete la misma tarea, pero con diferente diseño. Merlo, sin duda, se sintió más seguro como para dejar atrás el clasicismo postizo de “A sus venas”. Al igual que las piezas rotas del discurso, el poeta calcula recomponerse él mismo “pelo a pelo”. Desde el “populoso auditorio de la propia conciencia” en donde habla, se dirige a sí y a nosotros para darnos cuenta de los avatares de una carne sometida al abatimiento de “las rutinas y del opio”. No hay más salida que la serena y viril aceptación de una realidad implacable: “cumpla el ojo / sus ingratas labores”. No es de extrañar que Miquel Barceló adoptase un lema de tan ajustada precisión como título de uno de sus cuadros. Ni siquiera desde los ojos de un moribundo, la desolación y el desconsuelo deben empañar la exacta conciencia de las cosas. El discurso no solo está así reconstruido, sino que aspira al frío y armonioso ordenamiento de la lucidez. Fue el último poema escrito por Fernando Merlo.

Los dos sonetos finales asentaron su fama póstuma. La muerte en circunstancias dramáticas —lo hallaron muerto en el mismo local donde había regentado un bar de mítico renombre, reconvertido posteriormente en un respetable negocio denominado Oasis—, lo aureoló como poeta contracultural y yonqui, acaso suicida, inmolado en su afán por construir una poética de fatales atracciones por el abismo. La leyenda lo quiere así, aunque apenas sea cierto, pero ya no importa. La historia literaria consagra unas breves líneas a su nombre con las etiquetas y demás referencias de rigor (generación del sesentayocho, poética del arrebato, Haro Ibars, Aníbal Núñez, Leopoldo María Panero, etc.). Ese es su lugar y acaso está bien que así lo sea.

Desde luego Merlo no fue poeta y docente, con esa atildada compostura expresiva propia de tantos profesores dedicados a la literatura, pero no fue en ningún caso el energúmeno iletrado que algunos iletrados pretenden que fue. Era, como no podía ser menos, hombre de libros y de lectura abundante; podía ser extraordinariamente ordenado: guardaba en carpetas con riguroso cuidado además de su correspondencia literaria, apuntes y todo tipo de referencias culturales y poéticas. Cultivó la reflexión, el análisis y sintió pasión por conocer. Estos rasgos, propios del comedimiento y la mesura, no parecen encajar bien en un hombre que se atrevió a definirse como poeta “con agravantes de chulo, vulgar y asesino”, pero conforman la otra cara oculta de un personaje complejo de contradictorias facetas.

Escatófago —recopilación completa, si exceptuamos los dos sonetos finales, de la obra poética de Fernando Merlo—, es libro de muy difícil lectura que requiere esfuerzo intelectual. Las siete secciones que lo componen configuran un itinerario marcado por la progresiva disgregación del discurso. Merlo era consciente de la dureza de la tarea requerida para sus lectores —sus amigos más avispados ya se lo habían advertido—, pero él se mostró intransigente en sus exigencias. “Todo está roto a la perfección”, insistía, y el énfasis de esa afirmación radica tanto en la perfección de lo quebrado como en los añicos de lo que yace deshecho. El discurso roto no es absurdo o carente de significado; conforma, muy por el contrario, un sistema poético bien trabado, con unas líneas rectoras que actúan como ejes dinámicos.

Sumergirse en la lectura de Escatófago es algo parecido a zambullirse en aguas profundas y oscuras; a uno parece faltarle el aire. La primera recompensa, sin embargo, se obtiene pronto. Aquí y allá, como destellos súbitos en medio de la oscuridad, surgen versos de pasmosa belleza. ¿Qué quiere decir “la última luna te la trajo balsámica”? ¿Y qué “aquel cuello no puede la sangre que hace”? ¿Y qué aquel otro donde se clama “en el húmedo hemisferio de lobos”? ¿A qué aluden? ¿De cuál realidad hablan? ¿De dónde proviene ese estremecimiento que provoca su lectura? No se trata de puro halago verbal. Es otra cosa. Son versos que se inscriben en un espacio de seducción y desde allí brillan como objetos únicos. La propuesta “¿quieres venirte al reloj de los versos?”, es una invitación a entrar en ese espacio de prodigios abierto por la poesía. Lo sustenta un lenguaje ágil, vivo, desligado de connotaciones mecánicas; depurado del vocabulario trillado e ineficaz de tantos otros poemas insignificantes.

Otra convicción surge luego en quien lee Escatófago: la certeza de que alguien vivo y vigoroso se encuentra detrás, al otro lado del muro de las palabras. Dicho de otro modo más convencional: la clara percepción de lo que en poesía se llama voz. Nítida y distinta se percibe en quien lo lee la marca personal de alguien único, no intercambiable con nadie más, inconfundible. Es una voz fuerte, pero desgarrada; desafiante a la vez que dolorida: “si este dolor no se llegara a comprender /con qué manos entonces escribir hermosos versos”. Sabemos que el poema se sustenta solo en palabras pero necesitamos imaginar la presencia viva de alguien único que pronuncia esas palabras para nosotros. Cuando leemos el verso final de Escatófago, “estoy muerto, cansado, repudiado, consumido”, sabemos que el libro entero ha sido el itinerario, marcado por la derrota, de un personaje poético. El patetismo de esa derrota nos conmueve más porque nos parece tocar la verdad última de un hombre real de carne y hueso que nos habla. Las palabras del poema se sostienen así con la voz, el registro vacío de una presencia.

Escatófago, a la luz de una lectura atenta y reflexiva, se revela como un conjunto coherente donde cada sección da cuenta de una trayectoria, y que solo adquiere sentido considerado en su totalidad. Es un todo orgánico, cruzado aquí y allá, por elementos reiterativos cargados de significado a los que podemos llamar claves. Una de ellas es la presencia del cuerpo. Lo escrito posee esa cualidad luminosa y a la par viscosa de lo corporal (“¡escribir con las ingles!”). Si la percepción del cuerpo es la medida de nuestro estar vivos, la poesía debe plasmar esa existencia corporal. El acto de la escritura es un acto de vida, de toma de posesión de un cuerpo. Saberse alguien, saberse voz poética es reconocerse como una “lengua con un inmenso corazón que ruge”.

Junto a la posición central que el concepto de cuerpo ocupa en el sistema expresivo de Escatófago, ha de situarse la otra noción, también clave, de desnudamiento. Es un paso más allá, es invitación al vértigo, a transgresión de los límites; es anhelo de lo que es puro e incontaminado, a salvo de cualquier ropaje encubridor: “desnúdame hacia el centro del árbol incesante”. Desnudarse es despojarse de lo superfluo, acceder al centro puro de las cosas que carece de envoltura, pero también representa una función mucho más perturbadora: la de disgregar la noción misma de identidad. Cuando el cuerpo se somete a esa operación disolvente no es ya soporte vivo de la percepción de sí, sino mero disfraz que apenas oculta la desintegración del vacío y la muerte. Léase el soneto “Lúcido” a la luz de esa clave y se hallará una completa muestra del alcance y aplicación del concepto de desnudamiento. Merlo, que fue siempre rendido lector de César Vallejo, lo siguió de cerca en esta ubicación del cuerpo en el centro del sistema expresivo y su consiguiente transformación en disfraz vacío.

Al sentido del cuerpo, a esa sensación contundente de saberse víscera y ano, pulsión y boca que grita (“una inmensa boca que grita”), y al concepto de desnudamiento como acción transgresora que destruye cualquier ilusión de identidad con la máscara, ha de sumarse otra clave de igual importancia: la degradación de cualquier sublime ficción (yo, el amor, mis sentimientos, la poesía, etc.). Precisamente porque han sido sublimadas han de someterse a la operación purificadora de su degradación. No es posible erigir un orden intelectual superior que rechace la viscosidad inmanente de las cosas (el fango y lodo primordial) cuando la poesía asimila la hondura de lo vivo.

Hay más claves en Escatófago: la noción de desafío, de encaramiento feroz contra la mentira del poder; la función simbólica de animales y flores en ese sistema, el desgarro que atenaza de continuo la voz poética; la locura, la muerte, el silencio. Baste con señalar aquí su profundidad y riqueza.

Quien se acerca a la poesía de Fernando Merlo no puede dejar de sentir la fuerza de sus poemas. Por fuerza ha de entenderse una cualidad superior, algo así como la energía que encierra un objeto único. Uno puede perderse en ellos, rechazarlos o detestarlos; lo que no es posible es confundirlos con otros. Pero fuerza es también la capacidad de trasmitir con determinación y eficacia, de hacernos sentir el impacto de algo que nos conmueve y perturba, aunque a veces no sepamos muy bien de qué se trata. Cosa parecida sucede con las imágenes de su autor. A ninguna de las tres ediciones que ha conocido Escatófago le ha faltado el añadido de un retrato diferente. Todos sus editores consideraron necesario incluir esa dimensión paratextual y seguramente no anduvieron errados en ello. En todas esas imágenes Merlo mira fijamente a la cámara, en todas ellas asume adrede una pose. Todas ellas son parcialmente falsas y a la vez ciertas; pero algunas, las que precisamente más verdaderas creen los seguidores de su leyenda, son descaradas falsificaciones, puestas en escena que Merlo gustaba de representar. Los ojos que nos miran a través de la cámara lo hacen con ansia de reconocimiento (mírame, este soy yo, parecen decir) imponiéndonos su presencia, sin pudor, a una distancia muy corta. Nos perturba esa cercanía, la inmediatez de su manifestación invadiendo nuestro espacio personal, su falta de respetabilidad burguesa. En otra, Merlo, con la cabeza rasurada, remedando un retrato similar de Mayakovsky, ojos hundidos, mirada torva, nos conmueve y atemoriza. Ese rostro como de animal herido, entre doloroso y amenazante, se nos viene encima; la fuerza que desprende nos impide mirar a otro lado. No es un rostro que fácilmente se deje pasar por alto, insoslayable la mirada y la decisión turbia que de ella emana. Al igual que algunos de sus poemas, los retratos son vigorosas manifestaciones de una individualidad herida y desafiante. Imágenes y poemas comparten así una misma fuerza, sirven a una misma voluntad de ofrecimiento, de presentación de sí (“un amasijo de quemaduras éste sí soy yo”).

Escatófago —desde ese mismo título elegido entre dudas en la recopilación de 1980— se aparta deliberadamente de cualquier intento de agradar. De ahí la dificultad y lentitud de su recepción. Solo muy recientemente, treinta años después de su primera edición, goza de una tímida e incipiente acogida en los medios académicos. Los rótulos sirven eficazmente a los manuales de historia literaria pero no agotan lo que así delimitan. Merlo, al escoger como vía de expresión poética un discurso roto y fragmentado se acogía a una corriente, la del experimentalismo neovanguardista, relativamente transitada en los años de su dedicación a la escritura (1968-1972). Nadie escribe aislado de su tiempo ni de su tradición. Pero para que a un poeta se le lea treinta años después de su desaparición tiene que ofrecer algo más que lo simplemente sugerido por una etiqueta identificativa por muy verdadera que esta sea. Ha de poseer una voz propia y distinta, con la suficiente fuerza como para sobresalir de esa corriente en donde se inserta. Si además le rodea un cierto halo de leyenda, de malditismo en este caso, se favorece aún más su difusión. El hartazgo de las fórmulas figurativas, por otra parte, el cansancio ante las poéticas de cuño realista, ha propiciado la recepción de la obra de Merlo entre los más jóvenes.

La poesía fue asumida por Merlo como una capacidad superior de autorrealización, como una tarea de conocimiento. No consistía en un ejercicio de adiestramiento a fin de tomar posesión de un dominio. Más que adueñarse de un lenguaje poético ya creado, se trataba de explorarlo sometiéndolo a una interrogación continua sobre sus posibilidades expresivas. Para Merlo la escritura consistió inicialmente en una operación esencial: la de darse en el poema. Es como si este, en primera instancia, no tuviese más misión que la de constituirse en registro del ser y del cuerpo. Lo que se inscribe en el espacio denso de las palabras —parece decirnos el poeta— es mi voluntad de ser en la poesía; escribo y me fundo a mí mismo; el poema es lo que veo, deseo u odio. Estar en el poema significaba entregarle lo más íntimo, dar cuenta del cuerpo, incluyendo las fantasmagorías del deseo y sus obsesiones. Llegó un punto en que para Merlo únicamente un lenguaje descoyuntado, convulso y trunco, hacía posible esa operación de darse en el poema, impregnándolo de sí mismo, de lo que se es: grito, eructo, cuerpo, amor negado, pulsión y odio. Romper el discurso era abrir paso a la maraña de contradicciones desde la que se escribe y vive. Pero también llegó, no muy tarde, el momento de percatarse dolorosamente de lo ilusorio de tales pretensiones. El duro espesor del lenguaje nada refleja. Las palabras cuya función era la de mostrar en su transparencia al sujeto que las forjaba se hacen opacas, a nada remiten que no sea ellas mismas. Merlo descubre que “las palabras están vacías” y que “después de hablar viene el silencio”. Cuando años después “la poesía de la mierda la poesía de la muerte” sea ordenada textualmente y adquiera la forma de libro, la escritura que la sustentó será considerada materia excrementicia, deposición del ser, su desecho; evacuación del sujeto destinada, sin embargo, a devenir su alimento nutricio. Escatófago: círculo cerrado, circuito que gira sobre sí mismo hasta la extenuación.

La poesía, que es inerte amontonamiento de máscaras agrietadas y de promesas por cumplir, fue también una vez, sin embargo, mito y esperanza de plenitud. El reino de lo poético era liberación y gozo de ser, una oda perfecta, esculpida de luz y belleza. Surgida de ese mito aún podemos oír, clara y rotunda, la invocación que reclama de todos nosotros la entereza suficiente para que “afrontemos dignos / la oda que el dios cinceló por nosotros”.

 

 


La verdad del adolescente atrapado

(Seis apuntes sobre la poesía de Fernando Merlo)

Pedro Roso

il s'agit de faire l'âme monstrueuse

Il faut être absolument moderne.

Arthur Rimbaud

I

El que escupe en la bañera

E

l 27 de marzo de 1973, un funcionario del Ministerio de Información y Turismo sellaba en la delegación provincial de Málaga el depósito legal de linda Trepanación Merlo secciona en tanto Pernil Miserable y las Carrozas Reales pomposas insufladas son por Báez tras columnario doble. La publicación incluía Trepanación, un arduo y extenso poema de Fernando Merlo, y ocho poemas de José María Báez. La portada reproducía un dibujo de José Aguilera.

linda Trepanación... respondía en buena medida a lo que Miguel Romero Esteo le decía a Fernando Merlo (Málaga, 1952-1981) en una carta fechada unos meses antes: para ser absolutamente moderno y no como “todos los poetas del patrio solar que maman de las mismas vacas”; para ser distinto, es decir, para ser uno mismo, había que salirse del redil, abrevar en otros lares, situarse al margen, estar fuera, si es necesario: extralimitarse. “Y a la hora de publicar había que evitar los cauces editoriales al uso, con ediciones piratas, autoediciones en plan de artesanía tosca para así burlar la industrialización y la comercialización de la cultura.”

Ahí estaba la muestra: una edición artesanal, en formato inusual (245x380), con 28 páginas sin numerar, mecanografiadas e impresas a una sola cara, y una  tirada de 100 ejemplares. Pero sobre todo, ahí estaba Trepanación, el poema más ambicioso, la expresión más radical del afán transgresor del jovencísimo poeta malagueño, su gesto más airado e insolente.

Pero aquella provocación no tuvo otra respuesta que el silencio. Nadie se hizo eco de su propuesta; nadie se escandalizó; nadie se molestó siquiera en discutirla o rechazarla. Decepcionado, Merlo deja de escribir nuevos poemas y se dedica a preparar lo que él llamaba sus completas. Con apenas 21 años, esto es, a la edad en la que no pocos poetas inician su trayectoria literaria, aquel muchacho resuelto a ser absolutamente moderno abandonó la poesía.

Hay quienes ven en aquella decisión un gesto extremo de arrogante rebeldía. La poesía no es ya, como dijo Rimbaud, una tontería; es sencilla y simplemente una mierda. Otros consideran que lo que ocurrió fue que Merlo comprendió que el camino poético que había elegido era un callejón sin salida que no podía desembocar en otra parte que en el silencio. Sea como fuere, yo no creo que Fernando Merlo dejara de escribir en 1973. Creo más bien que volvió una y otra vez a los poemas escritos, seleccionando, corrigiendo, ordenando, tratando de conferirle un sentido, una lógica interna a su discurso. El resultado fue Escatófago, un libro raro, incómodo y difícil que —como advertía Javier Espinosa en la nota que cierra la primera edición— nos ofrece “un extraño manjar, de difícil deglución y enrarecido aroma”, a la vez que nos muestra, desnudo, “un corazón violento y desgarrado”.

II

Todo ha sido meticulosamente preparado

En el prólogo a la tercera edición, ensayé una lectura de la poesía de Fernando Merlo desde la convicción de que Escatófago es ante todo el testimonio radical de una aventura poética y personal, vivida con una urgencia y una intensidad extraordinarias. Aquella lectura —cuyo contenido extracto aquí— partía de tres consideraciones básicas. La primera, que Escatófago hay que leerlo no como un agregado de poemas, sino como un libro unitario en el que “todo tiene un significado / todo ha sido meticulosamente / preparado para la gran hora / todo esta roto a la perfección”.

Son 62 poemas (64 si diferenciamos las tres partes de “Trepanación”) agrupados en siete capítulos o secciones, que se articulan en torno a dos ejes: Nafa (2) y Trepanación (6), los dos momentos álgidos de la historia que late en el libro. Entre ambas, las tres secciones centrales (Firmes en su costumbre de reír o matar, Urinario y Memorias) marcan un giro decisivo, una ruptura radical con el lenguaje heredado, el lenguaje del adulto, el asesino de Nafa. Despojos (1) y El escatófago (7) funcionan, respectivamente, como preludio y corolario del discurso poético y de la experiencia vital.

Considero también (y ésta es la segunda premisa de aquella lectura) que los poemas de Escatófago y la poética que los sustenta no pueden entenderse al margen del contexto histórico en que fueron escritos. El protagonista de estos poemas podría ser sin duda uno de aquellos jóvenes insatisfechos y rebeldes que en los mismos años en que Fernando Merlo fechó sus textos (1968-1972) alentaron la necesidad de transformar el mundo y cambiar la vida. Un propósito aún más necesario, si cabe, en la España sometida a la dictadura franquista. En sus primeros poemas, el joven poeta denuncia con vehemencia la falta de libertad, la injusticia y la explotación, a la vez que apela a la acción y al compromiso político.

Recuérdese, por otra parte, que en aquellos años se produjo una importante revitalización de las llamadas vanguardias históricas. Fernando Merlo se identificó en seguida con el espíritu combativo y polémico, iconoclasta y rebelde de aquellos movimientos que en el primer tercio del siglo XX proponían la ruptura con la tradición, afirmaban el valor estético de lo nuevo y reclamaban toda la libertad para el arte.

La imaginación sin hilos y las palabras en libertad de los futuristas le invitarán a transitar el camino de la ruptura con la norma y de la distorsión sintáctica. La apuesta cubista de eliminar lo anecdótico y lo descriptivo le inspirarán el fragmentarismo de su discurso y su insistencia en la elipsis. De los dadaístas recogerá ante todo su afán de transgresión y su voluntad antiartística. El surrealismo le guiará en ese oscuro laberinto de espejos que se oculta detrás de los espejos.

Finalmente (y ésta es la tercera premisa), a pesar de que Merlo procuró por todos los medios velarla, ocultarla, diluirla,  “en los / comienzos hubo una historia”, una historia personal, a la que el poeta nunca pudo sustraerse y a la que regresa siempre, inevitablemente, en cada poema. Como dijo en su día Luis García de Ángela, el poeta malagueño “no escribió verso alguno que no tuviese por meta, en última instancia, la de dar cuenta de sí mismo”.

III

Nafa murió como morimos todos

En 1970 Fernando Merlo publica dos cuadernos: Cartas a Elvira y a Iska, con Juan Domínguez, y Al son de mi guitarra. La mayoría de aquellos poemas arraiga en la actitud contestataria y el compromiso ético del poeta adolescente que no sólo denuncia con vehemencia la falta de libertad, sino también las “cosas grises, sucias / de la vida”; la inautenticidad y la hipocresía del mundo adulto, que promete cien besos y ofrece mil palabras, y de una sociedad donde “sale / la mentira descalza sonriendo / y canta victoriosa por las calles”. En los dos libritos de 1970 se incluyen asimismo poemas más íntimos, de tono desesperanzado y sombrío, en los que se adivina la inquietud y la confusión de una crisis adolescente, marcada por el vacío existencial, la soledad y sobre todo la preocupación por la muerte.

De aquellos treinta poemas, Merlo sólo conservará siete en sus completas; seis, de Cartas a Elvira y a Iska, y sólo uno de Al son de mi guitarra. Componen, con otros cuatro poemas más, Despojos, la primera parte de Escatófago, en la que están representadas las dos líneas poéticas de su etapa inicial. Por una lado, la actitud provocadora de “Trofeos” o la voluntad de creer que, aunque estén “rotas la voz y la esperanza”, aún es posible la vida; por otro, la difícil relación con los hombres, la visión más sombría, la imagen de un horizonte cada vez más oscuro. En el poema que cierra esta primera parte, las calles ya no son el lugar de encuentro y reconocimiento con los demás; al contrario, se han convertido en el ámbito de la inseguridad y la angustia, de la incomunicación y el miedo. Y esas calles conducen directamente a “Nafa”, la segunda parte del libro, el eje que articula y vertebra la historia y el discurso del poeta.

Nafa, el niño travieso y desvergonzado que se asomaba a la muerte y se echaba “a reír como un tonto entre la hierba”, vivía ajeno a ese tráfago y a aquella zozobra. Pero de repente las pupilas de Nafa pierden su frescura y ya no reflejan aquella alegría, sino la tristeza, la orfandad (“quién puede oírte”), la soledad, el sufrimiento íntimo del adolescente que, “solo / entre hombre y azucena”, llora. ¿Qué ha ocurrido? Nafa no lo sabe. Pregunta a los demás y no encuentra sino palabras sin sentido: “Todo eso le dijeron”. Medita, y no acierta a comprender “cuándo empezó esto, ni cómo fue que vino”: el despojamiento, el saqueo violento (“te desnudaron pronto, pronto te hicieron suyo”, “todo te lo quitaron”), pero sobre todo la angustiada certeza de no ser ya “el mismo desde entonces”, de haber perdido aquella sonrisa para siempre. La mirada de Nafa se ha ensombrecido porque presiente la inminencia de una catástrofe: la que anuncia ese hombre que espera en la puerta con la muerte, el adulto, el asesino de Nafa.

“Nafa murió como morimos todos”: porque no hay un lugar para él en el mundo del adulto. Sólo así, muriendo, se salva su inocencia, se preserva su pureza, su ternura. Y es entonces cuando se impone esa rotunda e irreparable certeza: la muerte de Nafa, “ladrón de besos” que se ha llevado consigo “un trozo de esta tierra entre los dientes”, traza una frontera, una línea que decreta el antes y el después, que abre el discurso “a toda historia de mierda”. El poeta decide no cumplir el programa previsto. No volverá la vista atrás y, emulando la experiencia de Isidore Ducasse, emprenderá “su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno”.

IV

Me prometieron cien besos y me dieron mil palabras

A partir de Baudelaire, algunos de los cambios más revolucionarios en la poesía están relacionados con la actitud del poeta ante el lenguaje. Las palabras son también una de las preocupaciones centrales de la poesía de Fernando Merlo. Como ha señalado Luis García de Ángela, el poeta malagueño “creyó en las palabras casi tanto como desconfió de ellas”. Desde sus primeros poemas se advierte esa extraña, complicada y paradójica relación. Para Merlo, las palabras son sucedáneos, un signo de lo inauténtico (“me prometieron cien besos / y me dieron mil palabras”), de la rutina y el vacío: “las mismas palabras, / los mismos movimientos, / el mismo asco...”. Pero su ausencia significa la incomunicación y el silencio, la opresión y la falta de libertad, la muerte.

Como apunté en aquella lectura, las tres partes que siguen a “Nafa” corresponden a otras tantas perspectivas de un proceso en el que el lenguaje es sometido a una intensa, meticulosa y sistemática erosión. Merlo destroza hasta tal punto el orden y el sentido de las frases que el poema se convierte en una escombrera, un vertedero donde se amontonan las palabras sucias y vacías. Esa labor devastadora afecta tanto a las estructuras básicas del lenguaje, como a la composición del texto.

El poeta malagueño se vale de algunos de los recursos heredados de la tradición vanguardista. Así, el poema suele ser el resultado de una técnica de montaje en la que la elipsis es uno de los recursos fundamentales con los que cuenta el autor para distorsionar el sentido del texto, que se convierte en una yuxtaposición de elementos dispersos sin apenas concesiones a la referencialidad, en una acumulación de anotaciones enigmáticas que remiten exclusivamente a la subjetividad del poeta. Esta técnica es frecuente en sus personales sonetos, como “Salud pública”, “Las palabras que fueron por sus días”, o “Pena para mi coño”, donde cada verso tiene un sentido autónomo y el único elemento de cohesión es la rima. A veces, el poema se articula a partir de la estricta repetición de un verso o de una estrofa, con leves variaciones, que subraya una insistencia obsesiva, como en el caso de “un cigarro de kifi...”. Y en ocasiones la elipsis no es sintáctica, sino estructural: faltan uno o varios versos (así, en “Pernocto los ficheros la decencia”) e incluso estrofas, como en “No haré las ligazones. –Finge Cotras–...”.

A esa meticulosa labor de erosión del lenguaje poético contribuyen también la ausencia de puntuación, su particular aplicación de las normas que regulan el uso de la tilde (“cada cual acentúa según sirve”), la distorsión morfológica y sintáctica, y una selección léxica, voluntariamente antipoética, que abunda en imágenes escatológicas y expresiones soeces, y que —según Pablo García Baena— convierte la lectura  en una “selva de palabras duras, hirientes, chirriantes”.

Para el poeta malagueño, la poesía es una actividad inútil y estéril; la escritura, un rito, mera repetición y rutina, basada en un código prescrito, compuesto de frases hechas, de palabras huecas, intercambiables: “un intenso tratado acústico”. Tres poemas contribuyen decisivamente a esa impresión. El primero es “Guía de caminantes”, probablemente una de sus composiciones más ambiciosas, en el que se funden una erótica y una poética desde una visión notablemente pesimista. Ambas no son sino ritos, códigos que se han de conocer y utilizar convenientemente. En el segundo, “Poesia de la mierda Poesia de la muerte”, Escribir es una lucha inútil, “ganas de dar la tabarra”, “de hundirte en tus oniricas aguas matinales”, donde todo es cieno, suciedad, basura. Por fin, la “Poética” de “Trepanación”, expresa ya en el mismo título la rotunda y triste convicción de que “las palabras estan vacias”. Todo esfuerzo es estéril, carece de sentido: “Después de hablar viene el silencio...”.

Elocuentemente, “Urinario” termina con cuatro poemas fonéticos en los que el discurso se reduce a meros sonidos, palabras sin sentido que anulan cualquier posibilidad de comunicación. Ya no se trata de comunicar sino de producir un shock, un impacto en el lector, que fracture su percepción del yo, del mundo, del propio lenguaje, a través de la experiencia nueva que le procura el poeta. El poema es un artefacto que se lanza con ira para que estalle (y huela mal) en el rostro del lector; una confusa, fragmentaria y desordenada sucesión de imágenes sombrías que van intensificándose, adensándose, haciendo el poema cada vez más irrespirable.

Después de la muerte de Nafa, Fernando Merlo no acepta ningún freno, ninguna norma, ninguna restricción. Escribir es experimentar, buscar lo nuevo, indagar en lo oscuro, transgredir, extralimitarse. Un programa y una poética que cristaliza en “Trepanación”.

V

Oficio de escribir profeso

“Trepanación” no es un experimento aislado ni puede reducirse a la mera travesura de un muchacho de veinte años que quiere escandalizar a la concurrencia. Es la culminación de un proceso de interiorización y búsqueda iniciado en 1971, y sin lugar a dudas la apuesta más ambiciosa del poeta malagueño. “Llegado a este punto...”. Así comienza el poema, situándonos en un momento determinado de la trayectoria poética y vital del autor. “Guía de caminantes”, “Homenaje a Pablo García Baena” o “Inicio de destrucción”, publicados en 1971, anticipaban ya algunas de las claves de esta apuesta: la indagación en lo más oculto y oscuro del yo, un heterodoxo y exacerbado sentido de la libertad artística, un evidente interés por desvelar el sentido de la escritura, y, aunque parezca paradójico, una ineludible intención moral.

“Trepanación”  parece haber sido escrito para mostrar “la verdad del adolescente atrapado”, la perplejidad y la zozobra existencial de “un hombre que busca al hombre”. Nos asomamos a “una sórdida buhardilla con claraboya adolescente”, que evoca posiblemente aquellos días invernales de 1972 en Madrid, donde se gestó el poema, pero que es deudora también de una riquísima iconografía de la tradición romántica. En un ámbito cerrado, maloliente, irrespirable, trasunto del agitado viaje al interior de sí mismo, el protagonista se nos presenta al principio con un gesto displicente y provocador: es “el que escupe en la bañera”. Pero en seguida se muestra “desnudo” y desde la orfandad y el desamparo se confiesa como un yo “débil”, un “pobre mutilado” que, perdido en “el caos”, “escapando entre muchos”, “sólo busca unos labios que se amolden a los suyos”.

La delgadísima anécdota que se adivina en el poema sugiere, por una parte, la crisis de identidad del adolescente asombrado al descubrir que “las mascaras tambien forman parte de la pureza”; y por otra, el vacío existencial de quien sospecha que “aquí nos encontramos sin haberlo pedido (...) con la incertidumbre de hasta donde hemos llegado”, y concluye desesperanzado que no existe ninguna salida, pues “no hay otro mundo”.

En estas circunstancias, ¿qué sentido tiene ensayar excusas? “Si no justificas la parrafada al ajeno no lo hagas en el populoso auditorio de la propia conciencia”, propone el poeta, ahuyentando el sentimiento de culpa. Pero sobre todo: en tales circunstancias, ¿qué sentido tiene la escritura? ¿qué función desempeña la poesía?

De un modo fragmentario, estrictamente intuitivo y caótico, “Trepanación” es también un testimonio elocuente de las difíciles y complejas relaciones que el poeta establece con la poesía y con su propia escritura. Preocupado desde siempre por la autenticidad –“¿con qué lado estás muchacho?”– el poeta, que vislumbra la delgada y borrosa frontera que separa realidad y ficción: “escribes o finges estar despierto?”, adopta ante todo una actitud iconoclasta y rebelde ante la tradición, “el sitio decadente que heredara”, repudia el lenguaje “intraducible y caduco” del pasado, y declara categóricamente su voluntad de ruptura: “no se acatan las ordenes de los destinos encumbrados artísticamente en las ramas”. Desde tales premisas, el poema puede ser “artefacto que ordenado (libre) elimina la potencialidad creadora”; pero también “un conducto para probables visiones pasadas o de ansias secretas”. Una concepción expresiva del poema que remite a la idea netamente romántica de la poesía como restitución de la inocencia: “el poeta se refugia en estos pequeñuelos que son su propia imagen no identificada”; o como una forma de huida, como un refugio, “una isla o un naufragio”. Pero el poeta no tiene ninguna certeza, no está seguro de nada. Ni siquiera de que tenga algún sentido su escritura: “¿Por qué ha de hablar?”, si todo discurso “nos remite al pasado” y después “viene el silencio”.

Conforme avanza el poema (y no estoy seguro de que avanzar sea el verbo adecuado), la desorientación del lector se corresponde con el aturdimiento y la confusión del protagonista. A partir del momento en que toma la determinación de que “no ha de entrar por mis sentidos la auténtica razón” y apela “al prestigio del áureo sentimiento”, el tono es más sombrío, la atmósfera más irrespirable, más inquietantes y repulsivas las imágenes: “nos revolcamos entre excrementos vivos de posibles gigantes”, dice, en una transposición escatológica y siniestra de la conocida frase de Newton. “Naufrago en esta playa de retretes”, el poeta se siente definitivamente “perdido”. Es entonces cuando nos ofrece el pasaje más nítido del poema: la descripción precisa, ordenada, minuciosa de una deposición. Defecar y contemplar los excrementos, como analogía del carácter y el sentido de la escritura, remiten al poema inicial de Escatófago y proyectan una imagen nada complaciente de la poesía.

Pero el poema no acaba aquí. Da un giro y regresa no al comienzo del texto, sino mucho más allá, al comienzo de todo, a las preguntas primordiales. “Por qué, madre, ocurriría alguna vez...”, pregunta el adolescente, arrojado a un mundo que no comprende y atrapado por un destino que le excede: “quién me tuvo al dolor sin ser tú cómo exigen acciones al que arrojaran a este rincón seco y peligroso”. Y en esta situación, el poeta no concibe otra salida que regresar, no al pasado ni a la infancia, sino al principio de todo, comenzar de nuevo: “volver a ti (...) vivir como cuando tú, mamá, tanto... tanto...”. Un deseo imposible que se resuelve en una transparente e inquietante imagen final.

VI

¿Has de esperar entonces la lluvia por el mar?

Como dije, yo no creo que Fernando Merlo dejara de escribir en 1973. Aunque no puedo probarlo, estoy convencido de que, conforme iba preparando sus completas, corregía y ordenaba los poemas escritos, reflexionó sobre la naturaleza y el sentido de ese intenso y agitado viaje que emprende en 1971 y que apenas dos años después termina en el fracaso y en el silencio. El resultado de esa reflexión son los poemas incluidos en la séptima y última parte, El escatófago. Su tono y la mirada que proyectan sobre la historia y sobre el discurso, exigen una cierta distancia con respecto a esa trayectoria, que el poeta considera inútil y estéril, y que da finalmente por concluida.

Merlo asume sin contemplaciones que su aventura ha sido un fracaso, que el camino que emprendió le condujo a una densa derrota: no ha conseguido aliviar su zozobra existencial, presiente que el adulto y la muerte acabarán imponiendo sus conclusiones, y para colmo descubre que la experiencia estética no sólo ha sido incapaz de conferirle un sentido a la vida, sino que además le ha mostrado su rostro más ingrato: la indiferencia, el silencio, la incomprensión, en el sentido más duro y literal de la palabra.

Fernando Merlo buscó con una urgencia y una intensidad inusitadas la verdad de aquel adolescente atrapado. Con el tiempo uno comprende que esa verdad es justamente Escatófago. Sospecho que Fernando lo presentía.



Acerca de mi amigo Fernando Merlo y de lo que le aconteció

Francisco Cumpián

Primeros recuerdos

C

onocí a Fernando en Málaga hace cuarenta y cinco años; ambos llegamos a la academia Luis Vives expulsados, él de los Agustinos y yo de los Maristas.

En la plaza de la Merced había viejos castaños de indias, bancos de mármol y un alto monolito en honor a Torrijos; vivíamos junto a la plaza y, volviendo de la academia, paseábamos bajo los castaños hablando de nuestros sueños, recitando de memoria nuestros primeros poemas o de los poetas que más nos interesaban: Bertolt Brecht, Evtuchenko, Federico García Lorca, Blas de Otero, etc… Comenzaba así una relación amistosa literaria que duraría hasta su muerte.

A Fernando le gustaba manifestarse como un tipo duro, como un camionero hortera y grosero; le gustaba romper el cotidiano entorno ñoño y vacío, con su escandalosa carcajada, con su gorda y rompiente humanidad; todo esto en contraposición, o añadidura, a su profundo y casi trágico amor al hombre, a su exquisita poética.

Me contaba que, a los doce o trece años, se divertía con un par de amigos robando motocicletas, que más tarde abandonaban, o asaltando a las viejas que vendían tabaco en las esquinas; me refiero a salir corriendo con el kiosquillo a cuestas calle abajo. Recuerdo una apuesta: pasearse en pelota, y a pleno día, por encima del pretil a lo largo de todo el paseo marítimo; así lo hizo, sólo que al otro extremo estaba esperándole la Guardia Civil. Imagino las caras de asombro de las madres de familia y las chachas, al ver a Fernando orgulloso, la barriga y la polla ondeando al viento, por aquellos años del 65 al 66. La lucha contra los valores establecidos, contra la injusticia social y la opresión, nuestro odio al General, eran los temas predominantes de aquellos poemas que Fernando publica en sus dos primeros libros, Cartas a Elvira y a Iska, con Juan Domínguez, y Al son de mi guitarra, en solitario; ambos fechados en 1970, editorial Ángel Caffarena, Cuadernos de María Isabel.

II

Grupo 9 o el desengaño

Al poco tiempo de conocernos, vimos la necesidad de exteriorizar lo que sentíamos, combatir con las armas a mano: nuestros poemas. Así fue como surgió Grupo 9, éramos cinco poetas y dos cantautores: P. Romero, A. Utrera,  J. Espinosa, M. Cañestro, B. Navarro, P. Espejo, Fernando y yo mismo; dimos recitales en la Escuela de Peritos, Magisterio, Económicas. Málaga entonces no tenía Universidad; recuerdo un cartel inmenso, en rojo vivo con letras chorreantes, que anunciaba nuestro recital, La poesía como arma contra la explotación del capitalismo. Conseguíamos llenar las salas a tope, por un público, que más que acudir por su interés en la poesía, buscaba la sensación de estar haciendo algo prohibido, algo claramente en contra del poder. Empezaba Fernando su recital con ese poema que luego redujo y llamó “Trofeos”:

Porque yo soy poeta

hasta cagando…

y terminaba con “Canción negra”, de la que transcribo su última estrofa:

Hermoso y fofo culo

el tuyo, general de la esperanza

con rasgos de gran mulo.

Las voces de bonanza

el día de tu muerte gritarán.

Y de venganza.

Grupo 9 no duraría mucho, pronto comprendimos la inutilidad de nuestro esfuerzo. El recital en la Casa de la Cultura, organizado por la Asociación de Amas de Casa, la Sección Femenina y la Coca-Cola, marca el momento de nuestra separación como grupo y nuestra decepción. Habían decidido que en esta fiesta floral malagueña participaran también jóvenes poetas; le encargaron a Alfonso Canales que eligiera los más representativos y llamó a Pepe Infante y a Fernando; éste, a su vez, nos llamó a Javier Espinosa y a mí; nos pagaban 1500 pesetas por unos minutos de poemas, en los que había que hablar, obligatoriamente, de la flor; después de discutirlo entre nosotros, aceptamos. Este acto manifestaba nuestro desengaño, íbamos a reírnos de nuestro público y del poder en sus propias narices. Alfonso Canales, Pablo García Baena, José Ruiz Sánchez y los jóvenes poetas ya mencionados, fuimos los participantes, con un cuadro de Franco y un inmenso crucifijo sobre nuestras cabezas. Fernando leyó, muy serio, y con su fuerte vozarrón, esos primeros sonetos llenos de profunda humanidad; Javier Espinosa recitó unos versos tan graciosos y afectados que no se le pudo entender casi nada, dado el desternillamiento general del público a cada frase, y yo leí un largo poema, escrito media hora antes, en los jardines del parque, sólo que de repente callaba, miraba al público y leía la definición copiada del Espasa Calpe de una flor. Al terminar la lectura nosotros tres, es decir, los miembros del Grupo 9, la parte de atrás de la sala se levantó en bloque y la abandonó; era nuestro público, que entre perplejos y a regañadientes, había acudido a contemplar lo que más tarde llamarían una traición, pero Grupo 9 había muerto y nosotros estábamos en otra cosa.

III

Máscaras o el tiempo que se escapa

Con algunos miembros del extinto Grupo 9, fundó Fernando una revista, Deyanira, de la que saldrían dos números en los que yo sólo participé de colaborador. Eran los tiempos de las grandes borracheras en El Corral de Jacinto Esteban, taberna donde se hacían tertulias literarias y punto de encuentro de toda la sociedad artística malagueña. Allí trató más a Pablo García Baena, y en un artículo publicado tras su muerte en el diario Sur de Málaga, recuerda estos días: “… apenas si tendría entonces dieciocho años y un fino perfil de nazarita abencerraje. Quizá lo había visto antes como San Sebastián en un cuadro de Pepe Aguilera, o solamente fue allí en la calle Ollerías, en un homenaje a Bernabé, entre el tinto y las migas que preparaba Antonia, la cocinera”. En El Corral de Jacinto dio Fernando un recital, que Pepe Infante apunta en otro artículo publicado por el mismo periódico: “… asistió toda la sociedad literaria malagueña, entre indiferente y sorprendida al ver la inmensa humanidad de Fernando encaramada, imponente, sobre una de las mesas del bar”.

Fue también por estos días cuando conocemos la grifa, valía 100 pesetas. Una papelina que, limpiándola, podías hacerte tres o cuatro carcajeantes canutos; luego el hachís y más tarde los grandes colocones de Bustaid, Mini-lip, Romilar, hasta llegar al LSD, que a muchos de nosotros cambió la vida.

Luis García de Ángela, un amigo común, estudiaba Ciencias Políticas en Madrid, y decidimos hacer una escapada a la capital, a la que él llamaba muchas veces “su ambición geográfica”. Esta escapada duró sólo tres fríos y hambrientos meses en un corralón de Lavapiés, sin encontrar una forma coherente para nuestra lucha política (lo más cercano eran los troskos y nos tildaban de anarquistas románticos). Pero vividos con una intensidad difícil de olvidar.

En 1973 publica, junto a José María Báez, “Trepanación”, oscuro ejercicio de prosa poética que luego incluiría en sus “completas”. Comienza Fernando, una época de experimentación o de búsqueda, tan pasional y cambiante que nos asombra a todos: lo mismo lo veías con la cabeza afeitada y dolorosos ojos de asesino, que días más tarde, cual cristiano primitivo, paseando descalzo por las playas de Pedregalejo, con una túnica árabe, hablando de Cristo con los ojos iluminados de bondad. Seguidor acérrimo de Silo, estudioso del tarot egipcio, astrólogo escéptico, asceta incólume, follador empedernido, amante.

Deja definitivamente de escribir e inicia una larga tarea de pulimentación a lo que él ya llamaba “mis completas”, que duraría hasta su muerte.

Vuelve de nuevo a los estudios abandonados años atrás y, en la universidad, conoce a Concha Peral y a Marisol Luque, las dos que serían compañeras de su vida.

Hace esporádicos viajes a Nerja, Córdoba, Madrid, Tánger, Fez, Montpellier, etc., nunca demasiado tiempo, ni demasiado lejos de Málaga.

IV

El túnel o la violencia

En 1977 deja de nuevo los estudios, vive con Concha y deciden poner a medias un negocio. Primero se le ocurre una carnicería, pero sale mal el trato y alquila una taberna de la calle Granada para convertirla en pub.

El Túnel era un viejo local, largo y alto, con las desconchadas paredes impregnadas de un fuerte y rancio olor a vino; sólo acudían unos cuantos parroquianos ancianos y alcohólicos, y de pronto empezó a llenarse de estudiantes que cantaban, bebían y fumaban canutos. El dueño era demasiado viejo para ese cambio y Fernando vio la posibilidad de montar allí su garito.

En los comienzos, con un fluir de clientes a diario que llenaban el local  hasta los topes, no se vislumbraba la violencia que lo caracterizaría meses después.

Fernando permitía una libertad que daba opción al azar más salvaje. Una ola inusitada de violencia recorre Málaga y se refleja en El Túnel como en un espejo; se convierte entonces en una peligrosa aventura, un barco de locos a la deriva, una escuela de vida. Podría afirmar que Fernando realizó en parte esa experimentación que tanto buscara años atrás; era habitual verle saltar la barra a pie juntillas y sacar a la gente a empujones, o puñetazos si era necesario; pero nunca participaba si la bronca no era con él, se quedaba callado, los ojos muy abiertos, detrás de la barra, viendo cómo volaban por los aires, vasos, botellas y un mobiliario casi irrompible. Una vez le vi, en medio de una violentísima pelea, pinchar la banda sonora de La naranja mecánica. La música tenía en El Túnel una importancia capital, siempre a la máxima potencia. Era posible dirigir los estados de ánimo del bar siendo un buen disc-jockey y Fernando lo era. Lou Reed, David Bowie, Mink De Ville, Rolling Stones, Doors, Janis Joplin, eran los más habituales. La cara B de “Sus satánicas majestades”, de Rolling Stones, había que pensárselo dos veces antes de pincharla; al llegar a “Citadel” se oyen unos gruñidos de cerdo, estallaba entonces la violencia y por uno u otro lado del bar, se liaban a cates. Tranquilizaba entonces la situación con Leonard Cohen o Marlene Dietrich.

A finales del 78, Concha y Fernando, me ofrecen trabajo y paso de asiduo cliente a camarero de mesa. Me decía con cierta sorna que estaba enseñándome un viejo y noble oficio: el de tabernero.

Entre los tres alquilamos una casa en la calle Alcazabilla, dando casi a la plaza de la Merced; era un retorno a los comienzos de nuestra amistad. Paseando bajo los castaños, camino de El Túnel, me contaba que quería escribir letras para canciones de rock y una novela policiaco-pornográfica; estaba muy interesado en la novela negra y, por otro lado, se compraba todo tipo de revistas X, sobre todo, las de peor gusto.

No pudimos impedir que se fumaran canutos en el bar: cuando terminaba dando la bronca por un extremo, comenzaban a encender por el otro; hubo que dejarlo por imposible.

El Túnel nunca estuvo en regla o, mejor dicho, no le dieron permiso de apertura hasta unos días antes de su cierre definitivo.

Pronto empieza a perder clientela; las cosas habían cambiado, la zona se llena de pubs y El Túnel inicia un lento descenso que coincide con la aparición de la heroína en Málaga, e inevitablemente en nuestras vidas. De este tiempo poco puedo contar; la heroína borra los recuerdos como si fueran humo, se recuerda poco de la enfermedad una vez que has salido de ella.

El Túnel cada vez más vacío: a duras penas me podían pagar y difícilmente se llevaba así un negocio. La vida de adicto me llevó por otros derroteros, aunque continué siendo un asiduo cliente.

En 1979 se le termina la prórroga del servicio militar y tiene que acudir a filas (recuerdo conversaciones con él de aquella época); estábamos tan cansados, tan podridos, tan ajenos, que nos planteábamos seriamente salir de la heroína. Pero del caballo no se sale en un día, es un largo proceso de lucha a través del dolor, la desesperación y el tedio.

Fernando debió de pasarlo muy mal, aguantando sus primeros monos en el cuartel en esa tardía mili. Escribió dos cartas a Concha, de las que transcribo algunos fragmentos: “… estoy empezando a romper el vicioso círculo de estos años, pero muy lentamente se me confía la nueva claridad, demasiado lentamente, si bien el ambiente no es el más adecuado (¿alguno lo es?) y mi fuerza diminuta (antes nula)”.

Podríamos evaluar los hasta ahora escasos resultados:

1.º Una incipiente astucia para salvar las peores situaciones del medio y sacarle partido a contragolpe, aprovechando su propia y brutal energía.

2.º La remota posibilidad y remoto planteamiento de volver a la escritura.

3.º La ordenación de la obra anterior, su evaluación general, el logro de un método de criba y pulimento, que por fin me convence y es viable, y el principio de su aplicación (apenas tres poemas corregidos de la parte (—DESPOJOS—) y un posible cambio de título y autor:

Coprolalia

Fernando Escatófago

Escatófago

Fernando Merlo…”.

“… esta amargura, este embrutecimiento, esta falta de toda energía que me asola por las tardes, por las noches que no he bebido, por algunas mañanas tristes, y mi amor es algo muy lejano y querido, pero es una sombra y es impotente.

Hay en las sábanas

un sudor frío

no es hijo tuyo

es hijo mío.

Quién puede oírte con tanta pesadilla

quién puede oírte con la muerte hasta los labios

cuajando telarañas en tu nombre.

Cómo poder acariciar un muslo.

[...] Aquí no existen anécdotas, las evito y deploro, y mi soledad es absoluta en medio de este caos de hombres azules que van y vienen ridículos en su insensata e inútil tarea.

Y lo peor es si nunca encontrara mi verdadero rostro, porque el tiempo se me escapa insensible y me hundo en él como en una mortaja vegetativa…”

Evidentemente, Fernando había comenzado su desintoxicación. No creo que su muerte fuera la consecuencia de una larga e irreversible adicción, sino algo mucho más accidental. Fernando entró en la heroína con la misma pasión con la que entrara antes en otros caminos, y en la misma forma que salió de los demás, estaba saliendo de éste.

Un mes antes de terminar el servicio militar, se casa con Marisol, cambian El Túnel, de bar a tienda de cerámica, y le ponen de nombre Oasis.

Dos o tres días antes de su muerte, fui a verlo y, ante mi asombro (llevaba años sin escribir nada), me da a leer esos dos sonetos de tan perfecta construcción: “A sus venas” y “Oasis”, que más tarde sus amigos añadirían a sus “completas”.

Aquella tarde, 16 de octubre de 1981, su hermana Gloria llama a la puerta y nadie responde, da la vuelta y entra por atrás. Se encuentra a Fernando sentado tras la barra (ahora mostrador), la cabeza sobre el pecho, la jeringuilla colgando del brazo. Intentan recuperarlo, pero es inútil.

 

 


Fernando Merlo. Una peripecia poética (1952-1981)

José María Báez

E

n el otoño de 1970 recibí una llamada telefónica de Fernando Merlo. Se encontraba en Córdoba y quería verme. Me indicó que nos conocíamos pero yo no lo recordaba. Tras el encuentro se aclararon las cosas. Fernando había venido con relativa frecuencia a Córdoba, donde vivían sus tías, y era primo de Rafael Álvarez Merlo, un poeta amigo que formó parte del grupo Zaitún, del que también fui integrante. Zaitún, sorteando las numerosas dificultades de la censura franquista, llegó a publicar seis números de una revista a ciclostil. Nada importante pero para Fernando, que tenía dieciséis años cuando nos conoció y asistió a algunas de nuestras reuniones, este proyecto, y nuestro entusiasmo por Boris Vian, Bertolt Brecht, Dashiell Hammett y otros entonces olvidados autores, constituyó una referencia vital. Como declaró en una de sus primeras entrevistas en el periódico Sur, se había iniciado “con un grupo que se llamaba Zaitún y que ahora ya se ha disuelto. Entonces yo era joven, y todavía malo. Apenas me hacían caso, pero yo disfrutaba”.

Antes de nuestro encuentro Fernando había formado parte en Málaga del Grupo 9, un conjunto de poetas y cantautores que no llegaban a nueve y que protagonizaron recitales muy politizados de amplia y concurrida asistencia. En uno de esos recitales, celebrado en la bulliciosa Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales, dependiente entonces de la Universidad de Granada, se acabó proponiendo la quema de la propia Facultad malagueña, que no tardaría en protagonizar su primer terapéutico cierre, en diciembre de 1970, por orden de su granadino rector. Con uno de los integrantes del grupo, Juan M. Domínguez, había publicado Fernando conjuntamente su primer libro, Cartas a Elvira y a Iska, en el que corporeizaba su irrenunciable naturaleza:

Porque yo soy poeta

hasta cagando

En ese primer libro aparecieron tres sonetos. “Hacer versos al itálico modo”, como él decía, una práctica a la que se mantuvo fiel en su corta producción literaria y a la que volverá con los dos últimos y soberbios que escribió antes de morir. Pero durante el año 1970 también se había involucrado en otros proyectos: en abril apareció Al son de mi guitarra, un poemario firmado ya sólo por él y también dentro de las colecciones de Ángel Caffarena, y habían salido dos números de la revista Deyanira, de la que formó parte de su consejo de redacción.

Ahora la aventura consistía en intentar poner en marcha una nueva revista, Algo se ha movido, un proyecto en el que le acompañaban Pepe Infante, Paco Cumpián, Agustín Utrera y Luis García de Ángela, entre otros. Con Infante, incluso, llegó a escribir una serie de poemas a dos manos, los poemas de Juan Ferte, siguiendo las maneras y uso de los cadáveres exquisitos.

En ese tiempo se produjo en Occidente un paulatino cambio de parámetros sociales y culturales. La música pop, el cine de autor, el cómic underground, los fanzines y revistas, a pesar de los intentos del régimen franquista por impedirlo, actuaron como mensajeros de estas transformaciones entre las nuevas generaciones de españoles. El cambio de mentalidad afectó tanto a los parámetros políticos como a las conductas sensoriales, pues lo personal y la esfera de lo íntimo se convirtió en el territorio a reivindicar. Minorías sociales, análisis de género, segmentos marginados hasta entonces comenzaron a mostrarse públicamente y a conformar un panorama de mayor complejidad. En este contexto las vías del realismo, aplicadas hasta entonces tanto en la literatura como en el arte, vieron superados sus modelos y expectativas. La poesía de corte social defendida  por Blas de Otero, poeta muy respetado por Merlo, y Gabriel Celaya, entre otros, asistió a su declive mediático y agotamiento conceptual. Una nueva generación de poetas, nacidos después de la Guerra Civil, presentaba sus opciones con nueva argumentación y nuevas herramientas lingüísticas. Nada documenta mejor este momento histórico que la oportuna antología Nueve novísimos poetas españoles de Castellet, publicada ese año de 1970 y en la que, aún con sus excesos y frivolidades, quedó evidente la radical ruptura formal y metodológica respecto a los modos poéticos previos.

Dentro de ese proceso comenzó la revaloración de autores que habían quedado marginados y se incentivó el placer de la escritura, de lo desbordante, de lo experimental. Es durante ese tiempo en el que Fernando Merlo, junto a Pepe Infante y otros, acordaron realizar un modesto homenaje a Pablo García Baena, el poeta de Cántico que hacía años que no escribía y vivía, olvidado por casi todos, recluido en Torremolinos dedicado a la venta de antigüedades. El homenaje acabó formalizándose en marzo de 1971 en el malagueño bar El Corral, y entre sus promotores se encontró el periodista Antonio Parra, generoso responsable de la página semanal que el periódico Sol de España dedicaba a la literatura, y en cuyo “Rincón de los poetas” fueron apareciendo todas las nuevas voces. Este homenaje tuvo la terapéutica virtud de estimular el interés de García Baena hacia la poesía, que decidió escribir un nuevo poema como contrapartida ante el entusiasmo de sus amigos. A partir de entonces se normalizó su actividad y presencia literaria. Recuerdo el gesto de perplejidad y sorpresa que asomó en su rostro cuando el voluminoso Fernando Merlo comenzó a leer el poema que escribió expresamente para el homenaje, y que se iniciaba con este verso:

se hace saber la caida de la caspa pablo

A pesar de ese enunciado no había trasfondo irónico alguno hacia la poesía de García Baena. Su admiración y respeto por la poética del grupo cordobés fue firme y sincera. E incluso en una librería de Córdoba consiguió algún ejemplar de la revista, sorprendentemente aún a la venta en olvidados anaqueles. En mayo de 1972 estuvo, junto a Juan Bernier, que le profesó siempre una entrañable amistad, en la inauguración de la calle que la ciudad dedicó a Ricardo Molina.

A lo largo de 1971, Fernando estuvo a punto de publicar un nuevo libro, Los antipoemas, pero al final decidió no hacerlo. Publicar no era importante si su precio comportaba asumir estereotipos y escribir al dictado de los clisés literarios. Para conjurar estas secuelas habíamos protagonizado en junio de 1971 una acción, una performance que quedó documentada en Sol de España. Junto a Rafael Álvarez Merlo, que estaba ocasionalmente de regreso de Londres, donde residía, hicimos un fuego en el interior de mi estudio en Córdoba. Allí arrojamos todos los poemas escritos hasta entonces, los libros publicados, las revistas de poesía y las antologías que habíamos leído y coleccionado. Quemar el pasado no te redime de él, pero Fernando era extraordinariamente concienzudo en ritos e invocaciones, y la depuración le surtió efectos inmediatos. Esa misma noche comenzó a escribir un nuevo poema, “Con otros labios romperás tus versos”, donde se hacía evidente una óptica distinta que le permitía canalizar sus rasgos más extremos y contrapuestos, donde corporeizaba poéticamente su potente impronta y su naturaleza sentimental y melancólica, donde la emoción descriptiva no desdeñaba la rotundidad de la experimentación. Todo fluía de forma natural, aunque por supuesto la ingestión de LSD ayudaba a potenciar este proceso:

y otra vez la locura asesta su golpe

entre los costados tibios del hombre que observa

A finales del verano de ese año de 1971 tuvimos un deslumbramiento: conocimos y entramos en contacto con Miguel Romero Esteo. Aunque vivía en Madrid, donde colaboraba en las páginas literarias de Nuevo Diario, Romero Esteo viajaba con mucha frecuencia a Málaga, donde residía su familia. Encontrar, en el momento vital en el que estás intentando articular una visión personal y alejada de convencionalismos, a una personalidad tan subyugantemente original y diferente fue algo de extraordinaria importancia. Romero Esteo echaba pestes del panorama poético español, que se vio de inmediato infectado de clónicos de los novísimos, y reproducían un discurso repetitivo lleno de alambicadas citas y referencias librescas. La empatía, por tanto, fue inmediata. Sus refrescantes e inenarrables cartas provocaban una estimulante complicidad. En una de ellas aconsejaba a Merlo: “Afina del desafinar a pleno pulmón, que es buena señal de que andas exprimiéndote el limón, amargo limón del universo como un apocalipsis perverso”, para seguir que “así como todos los poetas del patrio solar maman de las mismas vacas, pues todos andan ciegos de las vacas y de la tarta y de la torta y de la pella y de la estrella y de la veda y de la glosopeda. Desmámate de la vaca, desmamándote de la pella, regurgita de los mismos libros de poesía institucionalizada como dulce corcho con que taparse el culo, con que taponarse el desvalido cagalar”.

La decisión de Fernando Merlo de dejar de escribir fue un acto no programado y consecuencia del cansancio y del hastío. Aunque también habría que valorar la atmósfera generacional y la tensión histórica. Ser consecuente ante un tiempo que exigía cambiar la realidad y construir un nuevo lenguaje mediante la destrucción del ego, conducía a la diferencia. La heterodoxia comporta siempre un alto peaje de indiferencia y soledad. Percibir que a tu alrededor la gente que debería protagonizar este cambio continúa posicionándose y planeando el asalto a los despachos y salones, provoca una inequívoca melancolía.

A partir de 1972 dejó de escribir nuevos poemas. Se dedicó desde entonces a corregir y depurar lo que denominaba sus “completas”. Entre esa producción escrita se encontraba Trepanación, un extraño y extenso poema con vinculaciones biográficas. Cuando finalizó su labor correctora decidimos acometer conjuntamente una edición artesanal. Así se produjo en 1973 la publicación de Trepanación (por su parte) y Pernil Miserable y Carrozas reales por la mía. Aparecieron en un volumen formado con fotocopias a tamaño A3. Con su impronta alternativa, y la edición reducida de 100 ejemplares, nos acercábamos a los procedimientos de la estética povera. La publicación encontró dificultades por parte de la censura, que exigía la mutilación de explícitas referencias sexuales, y sólo la inteligente argumentación de Rafael Pérez Estrada ante el taciturno funcionario logró que pudiéramos distribuirla entre los amigos.

Siguiendo la senda de los beat americanos, en el verano de 1973 hicimos (Fernando, su hermana Gloria y yo) un viaje a Marruecos. Fue su primera salida al exterior. En Fez, ensimismados por el kif y agobiados por el calor y la laberíntica y extensa medina, nos movíamos escasamente y sólo a la caída de la tarde, momento en el que la ciudad recobraba un entusiasta ajetreo. Un día Fernando decidió explorar la medina, sin duda la mayor del norte africano, y se internó por sus intrincadas callejuelas y corredores. Pasaba el tiempo y no regresaba y nuestra inquietud iba en aumento. Cuando más preocupados estábamos apareció sonriente, confiado de haber vencido la angustia que provoca todo territorio hostil y superado la prueba que le imponía su condición de líder natural.

Al regresar nos registraron de arriba abajo en la aduana española a causa de las pipas de kif, que estaban bajo su custodia y a las que no había eliminado los restos de su uso. Y es que nunca engañaba. Siempre afrontaba las consecuencias de sus actos. Años más tarde, y regentando un bar, la policía detectó que un gran número de bares malagueños adquirían la ginebra en una licorera clandestina. Todos recibieron citación para declarar ante el juez y, unánimemente, afirmaron desconocer la fraudulenta procedencia del producto. Este mismo argumento fue recomendado a Fernando por su abogado, pero él reconoció conocer los métodos de elaboración. En su opinión la ilegalidad se derivaba de una cuestión puramente administrativa, como era la ausencia del pago de las tasas estatales y por tanto no significaba afrenta ni peligro alguno hacia sus clientes. Obviamente, fue el único tabernero condenado.

Ejercer ese “noble oficio de tabernero”, como decía, vino motivado por la necesidad de hacer algo de dinero que le permitiera montar una editorial. Quería retomar una antología de poetas heterodoxos andaluces que había intentado armar yo, y publicar una novela policiaco-pornográfica que planeaba escribir. Ese fue el motivo de la apertura de El Túnel. Pero las cosas se torcieron y nada sucedió así. Los días fueron postergando el empeño y no tardó en aparecer la devastadora heroína. El Túnel pasó a convertirse en un antro inestable, con los yonquis desorbitados en trifulcas mientras Fernando asistía impertérrito al espectáculo tras la barra. El declive del negocio y el agotamiento de todas las prórrogas posibles lo condujo hasta el servicio militar, que hizo en San Fernando. Allí logró desengancharse de la heroína y articular la estructura definitiva de Escatófago, como tituló de forma definitiva su obra poética.

Antes de finalizar el servicio militar decidió casarse con Marisol Luque. La ceremonia se celebró en Córdoba y, de inmediato, transformó el bar en una tienda de cerámicas, Oasis. Pero la pesadilla volvió para quedarse. Una mañana de octubre de 1981 su hermana Gloria lo encontró muerto con una jeringuilla clavada en el brazo. Poco tiempo atrás había vuelto a ilusionarse con la poesía y escribió dos desgarradores sonetos: “A sus venas” y “Oasis”.

Tras su muerte los amigos intentamos editar Escatófago. Buscamos algún  apoyo institucional pero ninguna entidad malagueña mostró interés en el asunto. Pasamos a la recaudación directa y todos aportamos según nuestras posibilidades, pero sólo el generoso gesto de Luis García de Ángela logró que reuniéramos el suficiente dinero para la edición. Preparamos el libro siguiendo fielmente las características que siempre indicó. Detestaba las repetitivas ediciones de poesía tipográficamente decimonónicas, así que optamos por una foto personal suya esnifando para la portada y otra de niño con una inusitada alegría para la contra, como trademark de una vida densa y una obra escasa pero rotunda y estremecedora.

La edición tuvo una desigual distribución. Pablo García Baena, correspondiendo a su amistad, dió noticias del libro publicando una semblanza sobre Merlo en el diario Sur. En 1992, nueve años después de esta primera edición, se produjo una segunda a cargo de Federico Ortés, quien afrontó el perfil biográfico del poeta y asumió económicamente el proyecto, publicado con dibujo de Miquel Barceló en la portada y bajo el madrileño sello de Ediciones Libertarias. Finalmente, en 2004 el Centro cultural de la Generación del 27 se encargó de la tercera edición de Escatófago, con estudio introductorio de Pedro Roso.

Fernando Merlo era una personalidad polivalente. A veces adoptaba la expresión mística y distante del autorretrato de Durero del Museo del Prado, con su empaque magrebí y encrespada cabellera, y al siguiente día mostraba su cabeza rapada y expresión perversa y taciturna. Yogui mediterráneo, era procaz y aguerrido, pero también tierno y muy humano. Desbordante en su aplicación de lo natural y habituado a andar siempre en pelotas, no tuvo inconvenientes en salir así al balcón de su casa para jalear el paso del palio de su barrio, ante la complacencia de los parroquianos. Compañero extraordinariamente solidario de sus amigos, fue una de las personas más entrañables y libres que he conocido. Morir joven comporta que la memoria de estas excelencias se extienda durante el largo tiempo que esos amigos viven.

Julio 2013

 


Fernando Merlo, “bajo el hechizo de la plenitud”

 

Juan Miguel González

 

 

E

l pasado mes de junio, entre las veladas poéticas habituales organizadas por el poeta Francisco Cumpián, en La Cosmopolita, se celebró una lectura de poesía, en un acto de sencillo homenaje a tres poetas malagueños muertos en parecidas circunstancias. Transcribiré las palabras que pronuncié antes de realizar la lectura de tres poemas de Fernando Merlo.

Hermosos vencidos es el bello título de una novela de Leonard Cohen, y que con gran acierto Paco Cumpián ha utilizado para este acto. Los tres poetas muertos trágicamente que esta noche recordaremos habrían suscrito las siguientes líneas que Cioran escribió del poeta tal como a él le gustaba: “El poeta se traicionaría si intentara salvarse. La salvación es la muerte del canto, la negación del arte y del espíritu.” Baudelaire dejó escrito que había que “ser sublime sin interrupción”, y para ello se ayudó de los paraísos artificiales, que era como él llamaba al opio, el hachís, el aguardiente, el whisky, la ginebra. También el tabaco y el café (productos a los que, en ocasiones, dijo que quería renunciar). Y, según él mismo y por razones médicas, utilizó la belladona y la quinina. ¿De qué buscaba refugio Baudelaire? Posiblemente trataba de sustraerse a esa pesadilla –como escribe en sus Diarios– en la cual “cada minuto somos destruidos por la idea y la sensación del tiempo”. El mismo poeta que llegara a formular expresamente que en la Declaración de los Derechos del Hombre se incluyera “el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse”, nos dejó escrito en Mi corazón al desnudo esta confidencia: “Desde muy niño conoció mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror por la vida y el éxtasis ante la vida”.

El escritor que Hannah Arendt, la pensadora alemana autora del vigoroso Ensayo sobre la banalidad del mal, señaló como “el mejor hombre de Francia”, o sea, Albert Camus, autor de la conocida afirmación de que “No hay más que un problema verdaderamente importante: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía”, Camus, repito, en el capítulo “La poesía rebelde”, de su lúcido, profundo y bello ensayo El hombre rebelde, escribió lo siguiente: […] “La poesía rebelde de fines del siglo XIX y comienzos del XX osciló constantemente entre esos dos extremos: la literatura y la voluntad de poder, lo irracional y lo racional, el sueño desesperado y la acción implacable.” […] “Hawtorne pudo escribir de Melville que, aunque era incrédulo, no sabía descansar en la incredulidad. Del mismo modo puede decirse de los poetas lanzados al asalto del cielo que, queriendo derribarlo todo han afirmado al mismo tiempo su nostalgia desesperada de un orden. Mediante una última contradicción, han querido sacar la razón de la sinrazón y hacer de lo irracional un método. Estos grandes herederos del romanticismo han pretendido hacer ejemplar a la poesía y encontrar la verdadera vida en lo desgarrador que ella tenía. Han divinizado la blasfemia y transformado la poesía en experiencia y en un medio de acción. Hasta ellos, en efecto, quienes habían pretendido influir sobre el acontecimiento y sobre el hombre, por lo menos en Occidente, lo habían hecho en nombre de reglas racionales. Por el contrario, el superrealismo, después de Rimbaud, ha querido encontrar en la demencia y la subversión una regla de construcción. Rimbaud, con su obra y solamente con ella, había indicado el camino, pero de la manera fulgurante como la tempestad revela el borde de un camino.”

Fernando Merlo fue un poeta con talento, rebelde y sensual, que hizo de la desmesura y la permanente trasgresión su natural estilo de vida, contraviniendo con ello el dogma moderno que decreta que los poetas carecen de biografía. Hijo del Romanticismo, El Paraíso perdido quizá fuera uno de sus poemas preferidos, y como Satán pudo también exclamar: “¡Adiós esperanza; pero con la esperanza, adiós, temor, adiós remordimientos… Mal, sé mi bien!”. Artista precoz, alcanzó un gran dominio de las formas poéticas, descollando como pocos en el ejercicio de la experimentación y la aventura lingüística de las vanguardias. Como el Euforión del Fausto, de Goethe, expió sus ansias de infinito y su atracción por el abismo. Fernando Merlo murió a la edad de 29 años. A su existencia fulgurante y trágica, podríamos aplicar estas otras líneas de Albert Camus referidas a los poetas malditos en el libro arriba citado: “El héroe romántico se considera obligado a cometer el mal por nostalgia de un bien imposible”.

¿Imaginó Fernando Merlo, por un momento, que algunos años después de su muerte, muchos de los poetas españoles y especialmente los andaluces, se convertirían en rapsodas áulicos y en sectarios defensores del “régimen”, siempre tan manirroto en sus prebendas y subvenciones, mientras hubo dinero, con los artistas mansuetos y sectarios? Puedo afirmar casi con toda seguridad que no. Al menos la muerte le ahorró el dolor y la indignación de presenciar la traición y el envilecimiento de quienes debían defender con su obra la vocación de poetas independientes, cuya más alta libertad se cifra en la entrega generosa de aportar un poco de luz y consuelo al sufrimiento de los hombres que, aunque se pretenda negar ideológicamente, llevan inscrito en su ser el inextinguible anhelo de verdad, bondad y belleza.

Convendría que tanto los supervivientes de la generación de Fernando Merlo, como los poetas del presente y del futuro, no olvidaran estas palabras de Todorov, pertenecientes a su libro Los aventureros del absoluto: “Seres humanos imperfectos y no ángeles, no podemos vivir en un éxtasis continuo, bajo el hechizo de la plenitud. Exigirlo equivale a condenarse a la desgracia.”

Málaga. Verano de 2013


Escatófago

Javier Espinosa

¡Todo se destruya!

Mas quede la palabra

Nos queda su palabra:

Pero yo, os lo juro, no estoy muerto;

y no les coloquéis a mis poemas:

«Aquí yace F. Merlo, fue poeta.»

(Poeta, sí, poeta con dos cuernos

enormes, como dos armas en vilo

dispuestas a morder, con agravantes

de chulo, de vulgar, y de asesino ...)

E

n este libro que tienen en sus manos y ahora presentamos, se ofrece la vieja muerte, la nueva vida, por la que respira entre los hombres, nuevamente, la palabra y el cuerpo del poeta que quiso ser y fue nuestro amigo Fernando Merlo.

Nos ofrece en él un extraño manjar (nos lo advierte desde la primera ráfaga de versos) de difícil deglución y enrarecido aroma. Sudario que envolvió su forma humana son estos poemas; nuevas vestiduras, renovados cauces por donde mana su voz, atravesando el espacio abismal que separa a un hombre de otro.

Nació Fernando en Málaga un verano (24 de agosto) de 1952; murió un otoño (16 de octubre) de veintinueve años más tarde. No es mi propósito narrar (¿quién podría?) la historia de su vida; la de su muerte, es él mismo quien acepta la sibilina tentación de transcribirla en esos sorprendentes poemas que componen “Nafa”, verdadera autoelegía fúnebre, escrita al inicio de los años setenta: “Nafa medita”, “Las pupilas de Nafa”, “Diálogo entre Nafa y su asesino”, “Nafa sonreía en los entierros”, “Elegía por la muerte de Nafa”.

Fernando, “Nafa ladrón de besos, Nafa célula”,  ¿quién podría mirarte con tanta pesadilla?

La actividad poética de Fernando Merlo se inició en la primera juventud con la publicación en Málaga de Al son de mi guitarra, seguida en breve tiempo de Cartas a Elvira y a Iska, junto al poeta Juan Domínguez. Eran versos de amor y guerra los que componían aquellos poemas provocadores de una violenta ternura. Con la única excepción de Trepanación, libro publicado en una etapa inmediatamente posterior, no volvería a publicar nada de lo producido en una vertiginosa creación poética. Quemaba etapas y agotaba recursos con tal intensidad que dejó yertas para nosotros, y baldías, las posibilidades en las que creíamos vislumbrar el resplandor de un reino nuevo poético.

En esos años iniciales la imagen de Merlo rayaba en guerrillero. Sin duda, aquellos tiempos ofrecían más amplias perspectivas de transformación que estos, “atados y bien atados” por aquel general que Neruda, cual nuevo Dante, situaba en los infiernos.

No debo en estas breves líneas dejar de señalar la actitud militante de Merlo; nos consta la sinceridad con que vivió y, a su manera, asumió la lucha contra la dictadura. Y más aún, su rechazo a todo un sistema de valores, más amplios, a los que combatió con su palabra desafiante, feroz a veces, nutrida por las primeras lecturas de Blas de Otero, a quien siempre profesó el máximo respeto y amor.

Una obra tan definitiva y compleja como la de Fernando Merlo hunde sus raíces en múltiples fuentes; tal es la amplitud de su contenido, la de su investigación formal y hallazgos y, sobre todo, la crudeza con que nos muestra el desgarro de un corazón violento.

En 1972, fechó Fernando Merlo y puso punto final a su producción poética. Desde entonces permaneció depurando, fuera quizá mejor decir, purgando el libro al que solía referirse como sus “completas”, y que finalmente llamó Escatófago. Bajo ese título, que define de la forma más coherente la intencionalidad del libro, agrupó toda la producción rescatada del sumidero.

Se han incluido aquí los dos últimos sonetos (“A sus venas” y “Oasis”) con que sorprendió a todos días antes de su muerte y que, en verdad, cierran con claridad contundente el círculo vital y poético de toda su existencia

Cuatro años apenas (1968-1972), vividos intensamente en una escritura con  aristas de acero, como si hubiese estado marcada por unas fingidas garras de fiera a quien solo el juego amoroso apacigua.

Esfuerzo baldío el de su nueva, y última, imagen dionisiaca, creándose un entorno saturado de tóxicas emociones y violentos deseos, proyectando el ambiente tangerino en el que le era grato moverse. Pudiera parecer al señalar esto (pero solo es apariencia), que trazo de Fernando Merlo unos perfiles, o que dibujo unos rasgos, buscando deliberadamente situar la figura de Merlo en el reino prohibido de los poetas malditos y benditos. Para críticos y editores toda esa palabrería.

Su lugar está allí, donde brotan puras las luminosas palabras. Dionisos cuarteado. San Sebastián mordido por minúsculas saetas de agridulcísimo veneno. Súbita crispación la crueldad con que a veces se revolvía contra los que le amaban. “Tenga tu sombra paz”.

Nafa murió como morimos todos

[...] se podía leer en sus mejillas

la noche



De Fernando Merlo

José Luis de la Vega

C

onocer la obra poética de Fernando Merlo fue para mí, allá en los años 90, de lo más impactante y significativo que me ha ocurrido en el tiempo que llevo dedicado a la poesía.

Lo descubrí por medio de Paco Cumpián en un atardecer madrileño.

Tenía yo, por aquellos tiempos, una pequeña tienda de cerámicas, donde me era muy agradable recibir visitas (no vendía apenas y las horas pasaban muy lentamente, más pesadas que el plomo) y aquella tarde se acercaron mis amigos de la Manuela (La Manuela era un mítico bar del barrio de Malasaña de Madrid donde se realizaban todo tipo de manifestaciones artísticas, entre ellas los recitales de poesía que tan acertadamente dirigía Paco Cumpián). Recuerdo entonces, que formando un corro nos agrupamos en la trastienda (éramos seis o siete) y encendiendo algún que otro “porro” nos dispusimos a escuchar un texto largo pero transparente, un texto sin duda íntegro sobre la obra y la vida de Fernando Merlo que había publicado Paco en la revista mensual “La Luna de Madrid”.

Y desde entonces no se me olvidó. Me hice con su libro –su único libro–Escatófago, que a su muerte habían publicado en 1983 sus amigos, y lo leía con frecuencia, con tanta frecuencia que prácticamente me lo sabía de memoria, pero lo mejor fue tener el placer de recitar algunos de sus poemas en la “Manuela”, el bar que ya he mencionado antes.

Fernando Merlo escribía buscando la manera de atravesarte el corazón. Aparte de ser un transgresor, rebelde, provocador, maldito, era fundamentalmente un solitario que se mostraba como era, que quería que le oyeran sin tapujos, sin falsas verdades, diciendo en sus versos lo que a más de uno le molestaba.

“Nafa”, así se titula la segunda parte del libro y que se compone de los poemas “Las pupilas de Nafa”, “Nafa sonreía en los entierros”, “Todo eso le dijeron”, “Nafa medita”, “El amor negado”, “Diálogo entre Nafa y su asesino”, y “Elegía por la muerte de Nafa”, es un canto sorprendente, es una autoelegía donde el autor dialoga con la muerte con versos claros, rotundos, contundentes, meditativos, esperando como una célula su llegada.

Y llegó en 1981. Lo apartó de la vida de un brutal manotazo. Fue implacable. Si dicen que los elegidos de los dioses mueren jóvenes, se cumplió el vaticinio, pero podían haber esperado un poco, tan sólo tenía veintinueve años y era uno de los mejores.


Escatófago

Alejandro Robles

E

l escatófago es aquel que se alimenta de mierda; la mierda como motor del mundo. No hablamos de una mierda pop, superficial, no hablamos sino de una mierda cruda, que huele mal, que mancha las paredes: nihilismo lacerante.

Escatófago es aquel que levanta la mano y no tira la piedra, sino las heces. Escatófago, aquel que la dosifica en sus exhibiciones públicas, por respeto a la higiene mental de los otros. Escatófago es aquel que no se aplica la apolínea categoría de lo higiénico, sino aquel que se retrata a diario entre Dionisos. No pierde la calma el escatófago porque nunca la tuvo, tuvo más bien la ciénaga de cobras de veneno breve. Escatófago el que se deja seducir por el tangerino aroma de algunas calles; el que se vierte sin pomada en la inoculación, en la holgura de un silencio apalabrado que todo lo trepana, impele y destruye. Escatófago el que hace del urinario su copa.

Pero es también escatófago el que hace de lo divino su combustible, el puente oracular que se hunde tras pasarlo y no hay way out. Agotador de teologías sin religión arraigadora; desfundador de todo fundamento salvo el fuego. El que hace de su muerte el apoyo más estable de su vida; y de su vida un escaparate iluminado en la noche oscura. El que dice nietzscheanamente “no estoy muerto”, no digáis “aquí yace F. Merlo”, porque soy el eterno retorno, el todoterreno: soy el ojo sin pupila que te observa cuando no hay nadie. El que lo deja todo roto a la perfección.


La permanencia de la poesía de Fernando Merlo

José Infante

T

al vez nunca sepamos con certeza por qué unos poetas se sobreviven y su obra resiste al paso del tiempo y por qué otros se quedan en las aguas estancadas del olvido. No creo que en esta jugada del destino intervenga solamente la arbitrariedad del tiempo y de la historia, sino tal vez la especial facultad –o don, también podríamos llamarle– de algunos pocos poetas para hablarle al hombre del futuro siempre. Este es un don del que goza ampliamente el poeta malagueño Fernando Merlo (Málaga, 1952-1981). Y digo goza, en presente, porque hay una gran cantidad de jóvenes y jovencísimos poetas que se sienten reflejados en la obra de Fernando y le admiran y hasta le siguen después de los más de treinta años que hace de su trágica desaparición.

Tal vez es esta trágica desaparición precisamente uno de los motivos que ha hecho de Fernando Merlo una referencia para varias generaciones que le han sucedido. El morir joven y habiendo despertado la esperanza en la evolución de su propia obra en amplios sectores de la poesía andaluza y española de los años setenta y ochenta, es sin duda un motivo por el que se le recuerda y se le ha seguido recordando de forma muy especial. No en vano el destino trágico de los artistas es siempre determinante para convertirse en un mito, en una leyenda, en una referencia. La historia de la poesía y del arte en general está llena de ejemplos, Rimbaud, Garcilasso, Federico García Lorca, Leopoldo Alas y más modernamente el de tantos y tantos cantantes y autores de la música que murieron en las mismas o parecidas circunstancias que el poeta malagueño y se han convertido en auténticos ídolos para la juventud. La juventud siempre aspira a la inmortalidad en sí misma, sin haber sido manchada por la indignidad de los años. Y no solo por la creencia extendida desde hace siglos que son los que mueren jóvenes los amados de los dioses.

Pero no es, naturalmente, el único motivo por el que la obra de Fernando Merlo sigue actual y admirada tres décadas después de su muerte. Soy de la opinión que no hay artista que muera de forma prematura, quiero decir, que no hay artista que muera sin haber escrito la obra que tenía, que debía escribir. Garcilasso escribió lo que escribió y su obra está completa, igual sucede con Rimbaud, con Lorca. No son ninguno de ellos artistas que hayan visto su obra truncada por la muerte. A pesar de lo que pudiera parecernos. Todos ellos se fueron habiendo escrito lo que debían escribir, ni más ni menos lo que debían escribir. Y precisamente ahí está su grandeza y su perdurabilidad. En que a pesar de sus muertes prematuras y desgraciadas, sus obras han sido tocadas por la gracia de hablarles a las generaciones que les han seguido.

Fernando Merlo pertenece a una generación de poetas malagueños especialmente tocada por la muerte y la desgracia. No solamente él murió muy joven, sucedió en parecidas circunstancias con Javier Espinosa. De forma trágica también desapareció con apenas 17 años Ángel Rodríguez Díaz, del que solo pudimos conocer los primeros pasos de su poesía en el libro Apuntes que recogió tras de su desaparición la siempre generosa Ediciones El Guadalhorce y al que yo mismo puse unas palabras previas. Otros poetas de la misma generación malagueña –en realidad Juvenal Soto, Rafael Álvarez Merlo, Paco Cumpián y aunque con algunos años de diferencia Francisco Ruiz Noguera son casi los únicos de esta generación malagueña que han hecho una obra sólida y reconocida a lo largo de los años– fueron volviendo al silencio después de unos inicios prometedores como Bartolomé Navarro, Rafael Lafuente, Agustín Utrera, Paco Sánchez Romero, José Miguel Hermoso, Alfredo Rubio… La mayoría de ellos participaron en el II Encuentro de Jóvenes Poetas Malagueños que yo mismo presenté en el Ateneo de Málaga en el viejo y acogedor local de la plaza del Obispo, el 27 de enero de 1972, cuando la existencia del propio Ateneo malagueño era una heroicidad.

Merlo ya había sido el benjamín del I Encuentro celebrado en el Museo de Bellas Artes de Málaga en agosto del año anterior, 1971. En aquel segundo encuentro, en el que participó también el cantautor José María Alonso, que fue también señalado por una trágica muerte aunque ya en la madurez de su vida, Fernando se negó a participar a última hora a pesar de tener preparado para la imprenta el que debía haber sido su primer gran libro Los Antipoemas. Vivía en aquellos momentos Fernando uno de su periodos de contradicción con su propia obra y con el acto mismo poético de la creación, lo que le llevó en el último momento a retirar el libro de la imprenta, para el que yo mismo ya había escrito un prólogo.

Esa forma conflictiva de relacionarse con la poesía y con su propia obra, propia de los que entienden la poesía como una forma de entender y de explicarse o no explicarse el mundo, que es una de las señas de identidad de la obra de Merlo, es tal vez, otra de las razones que le han hecho siempre moderno y siempre actual.  Y que le colocaron en más de una ocasión a la vanguardia de algunos de los movimientos poéticos de los años setenta y ochenta, la metapoesía. ¿No era metapoesía de alguna manera su libro frustrado Los Antipoemas? Porque esta es otra de las características que han hecho de la obra de Fernando Merlo una obra activa, su relación con casi todos los movimientos poéticos que ha vivido la lírica española desde finales de los años sesenta del pasado siglo –que es cuando comienza a escribir precozmente Fernando– hasta casi nuestros días. Preocupación por el lenguaje y la imaginación, experimentalismo, nuevo clasicismo, el compromiso social y político, poesía de la experiencia y otros muchos movimientos, que han convulsionado la poesía española contemporánea, tienen su fiel correlato y la mayoría de las veces de forma premonitoria en Escatófago, el que el propio Merlo decidió que fuera el libro que recogiera “sus completas”.

Se podría seguir señalando razones para explicar por qué la obra de Fernando Merlo sigue estando viva hoy en los inicios del siglo XXI, después de tantos años, pero estudiosos tiene la literatura nuestra actual que deban analizar con más autoridad que yo esos motivos, que en estas líneas quiero dejar solamente esbozados. Fernando Merlo escribió además su propia elegía en una de sus obras más logradas e imperecederas, Nafa. Otro motivo que lo hace tan cercano y vivo entre nosotros.

Torremolinos 2 de septiembre de 2013


 

 
You are here: Home PUBLICACIONES REVISTA EL ALAMBIQUE Número 8 - nov 2013/abril 2014 Homenaje a Fernando Merlo